[Un relámpago bajo el paladar del pensamiento]. Por Rubén Ángel Arias

El futuro (España: Candaya, 2018) es una reunión de cuatro libros del poeta Bruno Montané Krebs (Valparaíso, 1957), pero, además, es una especie de reunión de “los lapsos que hay entre ellos”. Como afirma el escritor español Rubén Ángel Arias, “de un lado (…) quedan los libros; del otro, el silencio, la necesaria y contradictoria supervivencia y la siempre renovada tenacidad que ha llevado” a Montané “de vuelta a la escritura o, con más exactitud, a esta escritura”.
Conocido su autor como uno de los fundadores del movimiento infrarrealista mexicano, El futuro viene a reunir y presentar bajo una nueva luz esta poesía escrita entre finales de los años setenta y la segunda década del siglo XXI entre México y España.

Un relámpago bajo el paladar del pensamiento

Se dan cita en este volumen tres libros ya publicados -El maletín de Stevenson (1979-1981), El cielo de los topos (1987-1995) y Mapas de bolsillo (2013)- y uno inédito cuyo título es, además, y con acierto, el del conjunto: El futuro (2016). Se editan ahora reunidos y acompañados de un atento y esclarecedor prólogo de Ignacio Echevarría.
Lo primero que llama la atención al repasar el índice final son las fechas de escritura de los poemarios y los lapsos que hay entre ellos. De un lado, se diría, quedan los libros; del otro, el silencio, la necesaria y contradictoria supervivencia y la siempre renovada tenacidad que ha llevado a Bruno Montané de vuelta a la escritura o, con más exactitud, a esta escritura, pues me consta que, además de sus poemas, conserva decenas de cuadernos en los que, con una detenida y difícil caligrafía, ha ido anotando las prosas diarias y, sin mezclarse ni competir con estas, un buen número de lo que ha dado en llamar Teorías (aquí un aviso para editores a la escucha).
Atrás, muy lejos y al fondo quedaron los larguísimos poemas que escribió a mediados de la década de los setenta bajo aquel aguerrido, ya-para-siempre-mitificado y fugaz paraguas vanguardista que fue el Infrarrealismo, y en cuyo primer momento participó.
Un vistazo rápido al conjunto de El futuro nos sitúa y nos ambienta: todos los poemas tienen un aspecto muy compacto y una longitud similar (entre los diez y los veinte versos la mayoría, con pocas excepciones). Después, ya de lleno y metidos en la lectura, comprobaremos -permítaseme esta sintaxis de guía turístico- que a esa regularidad se suman un tono y una proliferación extraordinaria de imágenes y prospecciones -de la poesía como sonda y sumergimiento hablaré después-.
El tono de sus poemas es el de un -a la vez- riguroso y desplazado observador. Si entendemos el tono como la distancia que adoptamos con respecto a las palabras -y, por extensión, con el lenguaje- observaremos que en este libro hay -muchos, pero sobre todo- un hablante que, al entrar en escena, oscila entre la confianza eufórica del brujo hacia sus propios conjuros y la terca suspicacia -e incluso la conmovedora cautela y el cansancio abrumador- del lexicógrafo. Léase la serie titulada “Las encantadas” en El cielo de los topos como ejemplo vivaz de lo primero y Mapas de bolsillo -de principio a fin- para una fluctuante representación de lo segundo.
Cuidar es una palabra / que da miedo, / cuidar es una palabra / que no entendemos”, se lee en “Transfiguración”. O, también: “Si pudiéramos oír todas las palabras / quizá nada tendría sentido”. Este vértigo y esta desconfianza aparecen entreverados, sin embargo, de fugaces, pero muy alentadores instantes de tregua o reconciliación: “Las palabras / crían herrumbre, paro aun así laten”; “Aquí vemos la rara luz / de un lenguaje que parece oscuro, / pero que -está claro- / siempre nos alivia”, y, uno más: “Dibujo la palabra que una y otra vez nace / y sé que esto es lo más parecido a la esperanza”. Instantes que nos devuelven a los conjuros del brujo al que he aludido antes y que hacen del poeta (o su ventrílocuo) “un mago de acero / invitado a la interminable cena de los demonios”.
No es esta tensión que acabo de señalar, ni mucho menos, la única posible a la hora de adentrarse en una lectura atenta de este libro múltiple y abarcador. Montané mira las cosas -el agua, la luna, la brisa, las azoteas- sirviéndose del potencial evocador de las palabras que las nombran para, a renglón seguido o en el siguiente poema, hacer lo propio con los conceptos -la cima y la sima, la mística y la economía-. Así van siendo consignados los orígenes verbales de los que surgió el poema. De dichos orígenes, los títulos -todos muy breves, la mayoría formados por un solo término- son una especie de última y, sin embargo, persistente memoria. Memoria y embrión. Y me doy cuenta de que, así descrito, bien podría estar hablando de un diccionario, ¡pero qué diccionario!, uno en el que frente a la seguridad de las acepciones y su mecánica repetición se convocaran solo los titubeos y las fugas del significado y, con ello, unas extrañísimas y luminosas e iluminadas atmósferas. Entramos así, y de un envión, en el costado visionario de su poesía, “aquello / que los poetas llaman El Temblor”.
En 2016, a lo largo de una detallada y extensa lectura pública de sus poemas celebrada en Oñati (País Vasco), tuve la oportunidad de hacerle a Bruno Montané unas cuantas e insistentes -testarudas sería un adjetivo más justo- preguntas sobre su relación con el género -la poesía- y el oficio. Ante mis asedios, quiso dejar claro -con una tímida rotundidad- que para él había dos tipos de poetas: los que creen saber cómo son y cómo operan sus poemas, y los que apenas poseen una volátil intuición de qué es lo que sucede cuando la escritura se pone en marcha. Era a este último equipo al que el poeta chileno se adhería, pues “ahí están”, dijo, “quienes se dejan sorprender por el lenguaje, considerado este como una materia conceptual, rara y sensible, y, al mismo tiempo, un acto que media en todo lo que nos concierne respecto a la vida en este planeta... Poetas que le preguntan una y otra vez al poema qué es lo que tiene que ofrecer al poeta y al lector y, por supuesto, a la lengua común”. ¿Y el poema? “El poema”, añadió, “es aquello que la poesía no se esperaba… la poesía o la idea que nos hacemos de ella”.
Y así y de estos presupuestos emerge una obra que confía en el trance y la auto-hipnosis que la propician; una escritura -para aclararlo con los versos de “Aprendizaje y respiración”- a la que “no le preocupa el discurso / ni tampoco el correcto curso de la redacción, / lo que ella quiere es dejar de ser una palabra / que esconda sus nervios, lo que ella desea / es ser un poema, un rayo, un trueno / en el oído interior del discurso”.
Del ejercicio paciente –“la poesía solo tiene paciencia”- y continuado de zambullidas e inmersiones, Montané ha regresado con un botín de imágenes diversas. Algunas asombrosamente sensuales y descriptivas: “Bajo las sábanas ella recuerda y sus pezones / son fosforescentes como el plancton / que un hombre ve brillar desde un barco”. Otras cuya trastienda ha sido tomada por un onirismo atenuado o leve, de pies ligeros: “El agua te empuja, / te hace girar, / te lleva río abajo, / como una semilla / en el centro de la corriente”.
Y otras, las más fulgurantes, inspiradas por esa búsqueda de la filigrana jovial que Gómez de la Serna bautizó para sí como greguería: “Una sintaxis / que pareciera una colección de accidentes orográficos”; “En una lejana azotea hay un grupo de antenas / que parecen extraterrestres mudos y pacientes”; y una más, mi favorita: “La maleza es un ojo verde y / lentamente se abraza a sí misma”.
Algunas conclusiones son, siquiera tras este mínimo despliegue, posibles. Sacaré al menos una: Montané se ha servido de ese artefacto al que llamamos poema como quien envía una sonda a un planeta lejano -o al pasillo estrecho de la cotidianidad- y espera su regreso y entonces, y solo entonces, se pone manos a la obra con la decodificación de los datos obtenidos. De esa espera y de esa escucha proviene la colección de asombros que -hasta hoy- conforman su obra. “El poema dice / que escribir es asomarse a un túnel”. Bruno Montané ha sido fiel a estos versos que, por supuesto, son suyos.

Rubén Ángel Arias (Zamora, España, 1978) es doctor en Filología Hispánica y profesor itinerante. Colabora para el semanario CTXT con las series "Diario de Moscú" y "Lo nuevo". Su labor académica gira en torno a la crítica y la teoría literarias. Es un reseñista habitual de obras fotográficas y autor del ensayo Ante el placer de los demás. Representaciones del ocio a cielo abierto (Muga, 2019).

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