[Una poética de la espera: a propósito de Sed y sal de Juan Santander Leal]. Por Víctor Campos
El trabajo del poeta Juan Santander Leal (1984) ha sido destacado en variadas ocasiones a propósito de libros como La destrucción del mundo interior (2015) o Hijos únicos (2016), que recibió el premio Mejores Obras Literarias (2017). Sed y sal (Overol, 2020), su cuarto libro, es reseñado ahora por Víctor Campos Donoso (Iquique, 1999) quien sugiere la idea de una poética de la espera, que se materializa en los momentos previos al acontecer, el instante previo a la tormenta que es a la vez renuncia y anuncio, como un quieto darse a las imágenes y la experiencia.
Una poética de la espera: a propósito de Sed y sal de Juan Santander Leal
¡Ah, la sed
de bordar
interminablemente
la ciudad
buscando
lo que nunca
se habrá de encontrar!
Armando Rubio
de bordar
interminablemente
la ciudad
buscando
lo que nunca
se habrá de encontrar!
Armando Rubio
La lengua opaca recorre claroscuros. A veces eclipsada, a veces luminosa, reina una variación constante de la luz y su contrario que sucede como en diálogo persistente. Entonces, hay la penetración a una vigilia sombría u oscuridad alumbrada: “La luz asegura que mi cara / es un símbolo no visto hace semanas”. La palabra surge desde un tacto transparente, cauto, a ciegas, dejando de lado la retórica vacua. Todo yace silente como en los intersticios de lo real, y aquello es motivo de grafía.
Así, reside en Sed y sal una honda relación liminar con la materia circundante y cotidiana que no constata una caída nihilista, sino que toma distancia de las voces aparentemente escépticas que pretenden dictar con insistencia dicha debacle. Aquí se articula la voz de una filiación con un agudo influjo objetivista: equilibrio entre una latente sensibilidad todavía yoica y una materialidad de naturaleza inmanente. La enumeración de los elementos, por ejemplo, no compite para esa anónima y gratuita descripción carente de sentido de las ya aludidas voces contingentes: “Clavos, zanahorias, sillas de playa, / la plaga controla unas hojas del naranjo”, mas luego la declaración premeditada, la confesión unánime del yo aparece: “Vengo hacia las flores con la más delgada vida, / vengo a recoger los alambres oxidados”.
La más delgada vida aún se posa en la vigilia y, como acto consecutivo, en la pluma: “Una pequeña vida con tubérculos secos” recordamos de La tierra baldía como expresión de lo humano deshaciéndose bajo el alero de nuestra era. Entonces, acontecen palabras en diálogo, gestadas todavía con una virtud de lo prístino que emerge de una vitalidad no derrotada pero que reconoce sus peligros. Sucede ‒por episteme‒ el cuidado y valor por lo ajeno en el verbo y lo que retrata, puesto que allí ocurre la comunión inevitable y valedera de toda poética: “te olvidas cuidadosamente de algo. / Yo te ayudaría, pero no sé cómo. / Revolvería sin fuerza el agua salada / como una abuela que sostiene su taza, / confundiendo quietud y delirio” (“mezclando memoria y deseo” escribió Eliot). Esa delgada vida es la que se halla a la cabeza de una escritura recatada, que persigue no en vano la certeza de lo que yace a su alrededor, siempre expectante, siempre observando.
La sucesión de los elementos es articulada desde lo más próximo al hablante, como una alianza que vitaliza a las naturalezas muertas adyacentes y que no tropieza con barroquismos, sino que apuntala sus letras en búsqueda de una sobriedad de la palabra. Aquel cuidado verbal es notable en la composición de las estrofas: pareados, tercetos y cuartetos que alzan en su tejido al verso libre como un arduo trabajo de precisión y de naturalidad (en cuanto a la pesquisa de los efectos):
Abre una estación, se pone candado a otra,
hundo la cara en el amasijo de mis manos.
La ansiedad acelera los columpios
bajo árboles de verde casi negro,
todavía avanza el imperio de la loza sucia,
todavía está lúcido el mecanismo del reloj.
hundo la cara en el amasijo de mis manos.
La ansiedad acelera los columpios
bajo árboles de verde casi negro,
todavía avanza el imperio de la loza sucia,
todavía está lúcido el mecanismo del reloj.
El sujeto y sus apelaciones posan la mirada y descansan en estadios abstractos: puntos de encuentro en una cartografía exploratoria aún no divisados del todo ‒mas asumiendo su misterio: “Miras la silueta de una higuera / acostada en el centro del cansancio” rezan unos versos decidores. Así, se erige una mixtura entre concreción y abstracción que confirma la vinculación de vasos comunicantes entre aquellas dimensiones: la poesía de Santander Leal no opta por la obsesión unívoca, sino que pretende cifrar una grafía que no abandone los planos que conforman y estimulan nuestra sensibilidad. Por un lado, la materia nos rodea a diario y la conocemos mediante el tacto de nuestra piel. No hay pérdida de dicha materia en la poética presente, ni menos un desequilibrio: asistimos a una poesía urdida en la cercanía humana, a una exploración de su tacto y corporalidad como los estados que su ánimo visita. El núcleo continúa dirigido por el ente sensible. Así, por otro lado, el campo de lo abstracto que nos agobia con angustias e ideas persistentes adopta su posición inevitable: la imaginación no se abandona sino que ejerce su potencial en las líneas de Sed y sal.
Ergo, dada la vitalidad que circunda la relación mencionada, los elementos y sitios exhiben una organicidad: “La noche sabe hacerse a un lado / y recibir nuevos recuerdos, // el desierto haría crecer voces, / pasar ríos y animales si pudiera”. El campo/lugar es orgánico, no inerte, pese a las estructuras de cemento. El lugar habla:
Recargo energía en la mirada ajena,
siempre con el mismo corte de pelo.
Tengo un cartel opaco que anuncia luz,
un florero de madera con rosas de aluminio.
El camión aljibe me visita esta mañana
y no es seguro que hoy anochezca,
este cielo ha escogido sus colores,
cada quien sabe llegar hasta su jaula,
siempre con el mismo corte de pelo.
Tengo un cartel opaco que anuncia luz,
un florero de madera con rosas de aluminio.
El camión aljibe me visita esta mañana
y no es seguro que hoy anochezca,
este cielo ha escogido sus colores,
cada quien sabe llegar hasta su jaula,
pareciera enunciar una cisterna. El movimiento es habitual, mas aquel es capturado por la mirada detenida, ejercicio de concentración que pretende contemplar las acciones cercanas. Así, organismo y acción junto a los ojos del yo componen la progresión de Sed y sal: “La luz de la mañana anuncia el fin de otro verano / como un gorrión que nunca ha volado de su nido”, declara la voz. Asimismo, en otra instancia confiesa: “Soñé con un insecto sobre la mano inmóvil”. Y la comunión ya mencionada reside en el habla de las palabras: “¿Dejaremos que nos acaricie nuestro enemigo / a cambio de poder acariciarlo nosotros?”.
Cabe advertir los devenires del organismo latente entre la materia y las ideas, esos avatares del ánimo que el hablante padece: “Su ventaja es no mirar hacia los lados, / ni hacia la rabia, ni hacia la alegría, / ni dentro de un oscuro recipiente”. Claro, el nihilismo citadino es una atmósfera que figura como ineludible, pero no es lo esencial de Sed y sal: aparece como un mero evento y que, en el orden urbano, toma su natural posición. Dicha veta cabría buscarla en la poesía de Ciudadano de Armando Rubio: no hay ánimo de sublimar la mirada, sino de reconocer su transparencia ante los acontecimientos de la ciudad; recorrer el trayecto cotidiano: “Los codos sobre la rutina de una mesa, / ¿cuánto tiempo al día miras tus zapatos?”. Hay diseminación constante, fugas y dispersiones, mas que emanan de la concentración ante la “diana de lo real”, como escribiera Enrique Lihn.
Asimismo, el cansancio no significa un estado agotado de queja potencial (spleen, ennui), sino que es aquel vislumbrado en el inicio de la siesta, en el sentido de que este último se sabe descanso diurno y que deberá despertar para continuar con la jornada: “Así se junta lo que debía separarse: / la lámpara que usas en la noche / con la fiesta que sueñas en el día”. Y entonces la lengua revela sus intersticios en su propia naturaleza que a veces deviene condición: la condición de la pausa y la espera se tornan necesarias. No en vano podríamos bautizar a esta labor como una poética de la espera. Hacia una página final del libro yace con precisión un poema que bien podría ser un arte poética y que sentencia en sus versos: “abrigados por el paso de los años / esperamos la invasión de lo elocuente”. Incluso, el último poema reza: “la suavidad de una hoja de papel / justo antes de cortarte un dedo”. Es decir, la escritura sucede antes del acontecer, en el momento previo al acto-bisagra. La vivencia que palpa los límites de otro lado es una espera, una promesa ni grandilocuente ni anémica, sino que existente desde las pequeñas ceremonias cotidianas. Las palabras quieren acercarse, palpar los límites siquiera de nuestro lado. Así, dichas palabras se tejen anteriores a la tormenta, renunciando al vértigo pero no a la emanación latente en las imágenes recogidas y talladas con rigor: “Trabajamos en un barco que no zarpa”.
En fin, la pequeña pasión circundante en la quietud de las imágenes familiares y orgánicas de Sed y sal constituye su derrotero: aún se vislumbra la “luz natural”. Lo movible junto a lo inmóvil, la vigilia junto al descanso, mas todo es direccionado por un sujeto afectivo que dice: “y memorizo las miradas que me quieren”. En su andanza amistosa se respira cierto aire lastriano: “El sol menos intenso que recibo / me hace pensar que la amistad / es una mano retirándose del hombro”. Y así, anímicamente, la voz es funámbula entre el tedio (“Espero que te haya aburrido / la voz que pone el día cuando calla”) y la persistente pesquisa del afecto. En el intersticio de lo verdadero el día es noche por una calma decisión inadvertida (concebida de antemano, tácita como todo lo que pasa frente a nos). Las imágenes nocturnas están hechas de fragmentos de las diurnas, recreadas conforme a otra ley que desconoce a la razón.
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