[Viajes alrededor de la lectura. “Esto matará aquello” de Constanza Jarpa-Luco]. Por Jorge Polanco
Viajes alrededor de la lectura
En una necrológica de los años noventa, Justo Pastor Mellado sugería llevar a cabo una historia de la objetualidad en el arte de Valparaíso. Esto quería decir: construir una mirada sobre los trabajos de Juan Luis Martínez en consonancia con otros artistas y poetas de la zona. No creo que alguien haya cumplido con dicho desafío; aunque a la rápida podrían ponerse en contacto las obras de Cecilia Vicuña, Claudio Bertoni, Antonio Guzmán, G. Colón, así como los libros de arte de Arturo Alcayaga Vicuña, Carolina Lorca, Luz Sciolla; las gráficas de Tito Valenzuela, Hugo Rivera Scott o el libro objeto de Eduardo Parra, La puerta giratoria, entre otros. Otra línea de lectura que se podría resaltar, implícita en estas constelaciones, es el vínculo entre poesía y visualidad. En los artistas mencionados, los referentes poéticos aparecen como puntos de inflexión, como una especie de fuga reflexiva en que la mirada se inquieta por los lugares constructivos del arte.
Me da la impresión de que el trabajo de Constanza Jarpa se inserta en estas prácticas. La persistencia en el eje de la lectura y el libro de arte conforma una historia que pervive en la zona de Valparaíso. La poesía es aquí una presencia ineludible. El vínculo complejo entre texto e imagen suscita desplazamientos, retornos y subordinaciones que siguen motivando la poética de Jarpa. Digo “poética” en un doble sentido, tanto en la reflexión sobre los procedimientos como también en el impulso poético de la mirada. John Berger –a quien Constanza lee con pasión– conforma una clave. La visualidad requiere de una poética, es decir, una forma de mirar; implica al lector como al espectador, dibujando una sutil política de la mirada.
Juan Luis Martínez constituye, por cierto, una referencia canónica sobre la apuesta dadaísta que pone en duda o en suspensión el vínculo entre texto e imagen; pero también podemos pensar en Guillermo Deisler como secreta filiación, en la medida en que el artista cumple el rol de un escenógrafo, el lector un espectador del libro y, este último, asoma a su vez como el montaje de un escenario. Si miramos esta sala, en un principio vemos las diferencias entre las prácticas y las obras; pero luego observamos la insistencia de Constanza en la re-flexión en torno al espacio de la mirada. Como en los cuentos y ensayos de Borges, todos los puntos confluyen solo si existe un lector que establezca su interpretación. La política de las recepciones articula la compleja manera como se genera la comprensión. Una obra no se construye sin este lugar del espectador/lector. Dicho de otro modo, siempre existe al mismo tiempo un espacio de lucidez y ceguera en la visión.
El tiempo de las imágenes juega un papel primordial. En la parte de la exposición llamada “Viaje alrededor del cuarto” que cita expresamente a Xavier De Maistre, las maderas fueron recogidas en evidente estado de deterioro. Cada una da cuenta de un capítulo que podría intercambiarse si los lectores los movieran de lugar. Colgados de los resortes de una cama, las tablas parecieran ser las carnadas de anzuelos que intentan atrapar a los lectores. (Las distintas secciones de la exposición podrían leerse perfectamente como cuartos o habitaciones al interior de la casa de la lectura).
Este libro –citado también por Borges en El Aleph– indica las infinitas posibilidades del viaje mental; como cuenta Vila Matas, sin que el autor lo deseara, Viaje alrededor del cuarto es una parodia de las travesías asombrosas o pintorescas; hoy podríamos decir “turísticas” en cuanto repiten el mismo lugar infinitas veces a través de las selfies, sin que aquello se transforme necesariamente en experiencia. De Maistre no quería ser un autor ni sabía que se había vuelto conocido en Paris por este libro. Fue obligado a cumplir una pena y estar encerrado en su habitación por 42 días:
“Lo sepa o no, su parodia de los viajes va a significar un salto mental, un punto de vista inédito que permitirá a los lectores futuros, sin salir de casa, el asombro de ver las puertas del caos y la simultaneidad del universo. El asombro, en definitiva, de ver más”.
Esta experiencia del encierro y la libertad suscitada por la escritura hace recordar las cartas de Antonio Gramsci, La eternidad de los astros de Luis Augusto Blanqui, los textos políticos de Rosa Luxemburgo, incluso, a pesar de sus viajes, a Raymond Roussel en su halo poético de exilio interior. O leyéndolo con referentes más próximos, a Martín Cerda, en el vínculo entre el escritorio y la legibilidad del mundo. A pesar de que los mencionados Blanqui, Gramsci y Luxemburgo fueron arrestados, la escritura y el libro conformaron modos revolucionarios de escapar a la prisión. En la imposibilidad del viaje se abre la emancipación peligrosa del texto; una simultaneidad de correspondencias entre el universo y la página como en Un coup de dés de Mallarmé. Creo que aquí Constanza elabora un juego sugerente al provocar el emplazamiento entre los capítulos, convocando los intercambios de la lectura de Viaje alrededor del cuarto, como Mallarmé lo hacía con la tipografía y la disposición de las letras; y al mismo tiempo la artista nos llama la atención sobre la experiencia de la intimidad que proviene de la cama, las tablas y los libros en la corporalidad de la lectura. Los libros rearticulan el tiempo y transfiguran el espacio de las celdas a través de la imaginación y el ejercicio de sopesar propio del pensamiento. Si vamos a la entrada de la sala, y miramos los dos cuadros que dan nombre a la exposición “Esto matará aquello”, podemos observar también la dislocación de las palabras como una quietud en movimiento. Basado en un texto de Victor Hugo, donde la imprenta se ve como el peligro de acabar con el edificio de Notre Dame, el cuadro que espejea el primero muestra el cambio de las palabras en un artificio que marca la transformación política por medio de la producción técnica. También es llamativo que Constanza emplee los recursos poéticos del futurismo y el dadaísmo en la articulación del poema, y con ello se acerque a la literatura finisecular; otra vez asoma aquí Mallarmé. La delicada materialidad de la propuesta responde asimismo a la insistencia por la grafía y la página. La impresión de las letras incita un registro interno y externo como las caras de una moneda, donde la conformación de la subjetividad imbrica simultáneamente la materia visual y el silencio de la intimidad. La imprenta ha colaborado en las técnicas del observador, ofreciendo una emancipación peligrosa gracias a la sutil ingravidez de los aparatos. Aquí recuerdo un aforismo de Nietzsche que quizás venga al caso: los pensamientos que transforman el mundo tienen pies de paloma. También me hace pensar en la filóloga Ramnoux, a la que leíamos en los primeros años de la universidad, quien advertía que la filosofía griega surgió por los cambios de los nombres míticos. Como un palimpsesto el logos se inscribió sobre el mito modificando las letras. Al parecer, las leyes y el pensamiento de una época necesitan estas sutiles superposiciones lingüísticas y visuales para sostener su poder.
La expresión de esta trama se muestra en la relación conflictiva entre imagen y texto. La serie “Epigramas. Hábitos de la lectura” contiene frases pegadas con masking para ser desplazadas; y establecen un juego fortuito de subordinación o insubordinación con las imágenes. Entre todas las referencias que se pueden extraer –como las alusiones que generan las frases de Platón o Perec respecto de la ilustración–, me parece que los dibujos de mujeres leyendo son peculiarmente interesantes. Por una parte, a menudo se han resaltado las novelas del siglo diecinueve como un hábito femenino, sin profundizar necesariamente en el significado subjetivo de esta mirada. Los prejuicios acerca de la educación de una “buena dama” y la posibilidad de que las mujeres escribieran cartas de amor si aprendieran a leer o escribir, como señalan dos epigramas de los cuadros expuestos, evidencian que la política de la intimidad precisa de una revisión más persistente. Por ejemplo, cuando Walter Benjamin distingue entre interioridad e interior burgués, pasa por alto aquello que crece en dicho interior ocupado por las mujeres (a diferencia de Baudelaire –dicho sea de paso–, el poeta urbano por excelencia, que podía vagabundear a través de Paris como un flâneur). De cierta manera, el espacio donde fue reducida la subjetivación femenina permitió, a pesar de la violencia de la marginalidad en el mundo público, la conformación de un legado de experiencias claves de resaltar aún en los prejuicios. Pienso en la poesía de Emily Dickinson que en el uso de los guiones antecede a Nietzsche y a la grafía de Mallarmé, como una vez escuché decir a Andrea Kottow; y que en el cuarto propio de la poesía pudo componer una escritura compleja e intensa. “Me encerraron en la prosa– / como en la infancia / me encerraron en el baño– / porque me querían ‘quieta’–“. (Dickinson). Por otro lado, llama la atención el trabajo que explora Constanza en el uso de diferentes procedimientos de veladuras, cuya labor no solo consiste en ocultar información disponible sino también en interrogar el lugar de la mirada, sobre todo los recintos donde han sido confinadas habitualmente las lectoras.
El enorme collage “Quietud en movimiento” –nuevamente la cita de un libro– construido con materialidades superpuestas, complejiza la relación entre las sombras, las veladuras y la luz. El espectador requiere moverse para poder observar. Las luces con sensores de movimiento captan los desplazamientos e iluminan zonas de la plancha que recorre la pared más amplia de la galería. En el intervalo de las luces y sombras que juegan con el espectador, tal como las manchas negras bloquean las figuras del rectángulo, la plancha funciona como negativos de la luz halógena (la más parecida al sol, según me advirtió Constanza). De esta manera, como se muestra en otros espacios de esta exposición, la interioridad de la lectura se plantea como un acontecimiento indiscernible. Se reiteran imágenes de cuartos, habitaciones, zonas de lectura y escritura, casas y algunas señas políticas, aunque dicho en rigor esta escenografía ya lo es, tanto en los procedimientos que ponen a prueba la mirada como en las imágenes que remiten al significado de la lectura. Creo que este trabajo que busca la movilidad da cuenta de que leer no puede completarse sin la letra viva de la escritura; y, por otro lado, indica una fantasmagoría que persiste en la temporalidad de la historia. La lectura se hace de imágenes –¿la arcana escenografía del inconsciente?– que a su vez convocan a los textos; en esta figuración primera, las fantasmagorías de las sombras devuelven al espectador la pregunta por el lugar desde donde se está mirando; en otras palabras, interroga también por el libro y el estatuto de la comprensión.
Hace casi dos años, una joven mexicana me preguntó por el significado de las letras en poesía, le respondí, después de un largo titubeo: hacerse cargo de lo irreparable. Con esta exposición de Constanza, puedo recién intentar dar un tanteo a dicha respuesta. Siempre miramos desde un lugar, desde un espacio de la visión, desde la lucidez y la ceguera. Si nos quedamos quietos, no vemos nada. De ahí la maravillosa movilidad destacada también por Pablo Oyarzún, entre las ranuras de la luz y las sombras, que es el parpadeo; es decir, quietud y movimiento. En este sentido, la poética visual de Constanza Jarpa me hace pensar en la lectura como un fenómeno fantasmático que merodea lo que no llegamos a completar. Quizás tenga que quedar así: en la fragilidad de lo irreparable.
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