[Tres casos de estudio: Hannah Wilke, Kathy Acker y Chris Kraus]. Por Rodrigo Olavarría
A partir de la escritura de Chris Kraus, autora de I Love Dick nacida en Nueva York en 1955, Rodrigo Olavarría (Puerto Montt, 1979) indaga en las obras de la narradora Kathy Acker (1944-1997) y la artista Hannah Wilke (1940-1993) para exponer el conjunto de relaciones que las une. Haciendo énfasis en la idea del "exceso femenino", que ha sido utilizada como estrategia de lectura y silenciamiento, el texto de Olavarría muestra sus efectos inmediatos, que redundan en la puesta en cuestión del trabajo de estas mujeres y sus alcances formales, que supusieron una expansión del horizonte artístico estadounidense de las últimas décadas del siglo XX.
I Love Dick
En septiembre del 2017, Chris Kraus (Nueva York, 1955) publicó una biografía titulada After Kathy Acker. Este libro apareció cuatro meses después del estreno de la serie de televisión I Love Dick, basada en su novela del mismo nombre, publicada en 1997. ¿Qué ocurrió en esos veinte años?
En Amo a Dick (Alpha Decay, 2013) Chris Kraus presentó un aparato formal perfecto que enmarca la historia de una mujer, Chris, que se enamora de Dick, un crítico de arte que encarna a todos los hombres que la rechazaron en el pasado. Ella y su marido Sylvère, su cómplice, escriben 200 cartas que detallan su obsesión por Dick. En la primera mitad del libro las cartas abordan la creación del proyecto literario que estamos leyendo y en la segunda toman la forma de ensayos dirigidos al silencioso Dick, entendido como el receptor ideal de Chris.
Los personajes son reales, Dick es el crítico cultural Dick Hebdige y Sylvère es Sylvère Lotringer, exmarido de Kraus y editor de la legendaria editorial Semiotexte. Cuando Hebdige supo de la publicación de Amo a Dick dijo que se atacaba su privacidad, se comparó a la recién fallecida princesa Diana y amenazó con una demanda que no llegó a concretarse. Esta reacción es central para pensar la relación entre este libro, la obra de la artista Hannah Wilke y After Kathy Acker. Ocurre que la operación realizada por Kraus en Amo a Dick consiste, en parte, en el abandono de la discreción que las mujeres han guardado no solo sobre los abusos de los que han sido víctimas sino también sobre la invisibilización y negación de sus logros y la naturaleza de su deseo. Chris Kraus considera que levantar el velo de lo íntimo, no proteger la honra de los hombres, el solo hecho de “hablar, ser paradójicas, inexplicables, autodestructivas, pero sobre todas las cosas, públicas, es lo más revolucionario en el mundo”.
En 1997 esa falta de discreción fue condenada de forma casi unánime pero hoy, cuando el mercado editorial promueve escrituras de la intimidad, la actitud general de Amo a Dick hacia la privacidad es no solo aceptable, sino un ejemplo, un modo masoquista de reformular el trauma que la crítica ha llamado “una mirada a la abyección femenina”. El libro es también la exposición de un amor adolescente tal como lo experimentaría una mujer de treinta y nueve años. Pues, como dice la poeta Cecilia Pavón, traductora de tres libros de Kraus y precursora en Sudamérica del uso de “la emoción como forma”, Amo a Dick debe ser considerada la novela picaresca de una mujer que decide vivir su identidad heterosexual con el orgullo de un hombre gay, es decir, revolucionariamente.
En una entrevista Roberto Bolaño afirma que la única novela futura posible es la que presente nuevas estructuras y que no dependa de la trama. Pues bien, Amo a Dick apareció un año antes que Los detectives salvajes y es, al menos estructuralmente, una obra maestra, un objeto literario para el cual la autora cosechó elementos de la vida real, entre ellos la figura de un hombre, y lo convirtió en apenas un receptor, un objeto de apego como lo fuera Beatriz para Dante. Parte del triunfo formal de Amo a Dick se debe al paso de la carta a la carta-ensayo en la segunda parte del libro, este paso universaliza lo que en la primera parte era “demasiado personal” fusionando ensayos sobre arte y estética con casos de mujeres artistas cuyas obras fueron invisibilizadas activamente por sus parejas.
En el capítulo “Ruta 126”, Chris Kraus llama la atención de Dick sobre el libro Refreshing Pauses: Coca-Cola and Human Rights in Guatemala (1987) de Henry J. Frundt, un análisis sobre la violencia genocida ejercida por Coca-Cola contra los sindicatos guatemaltecos en los años ochenta. Kraus cita a Frundt cuando este afirma que la única forma de comprender un gran proceso es acercándose a lo minúsculo y que, mientras más específica es la información, es también más paradigmática. Esa es la otra operación, pasar de lo “demasiado particular” a lo universal, pero ya no desde la historia de un genocidio sino tomándose ella misma como caso de estudio.
Kraus, en su análisis, no aparta la mirada de lo excesivo y desagradable que ve en sí misma, es más, lo evidencia bajo la idea de que no se ha escrito lo suficiente sobre lo irreprimible y que la exposición del propio fracaso y la emoción pueden dar forma a una obra literaria. De hecho, en una entrevista afirma: “La emoción es tan terrorífica que el mundo se niega a creer que puede ser utilizada como disciplina, como forma”. En esto sigue el proyecto de Kathy Acker, sobre quien volveremos, pero también la idea de los surrealistas que proponían considerar la histeria no como patología, sino como un “medio supremo de expresión”.
En el capítulo titulado “Monstruos”, Kraus analiza el caso de Hannah Wilke (1940-1993), una artista que llevaba años trabajando con la imagen de la vagina cuando expuso Laundry Lint (C.O.’s) (1972), una serie de esculturas de vaginas hechas con pelusa de secadora de ropa. El caso es que Wilke había recolectado esa pelusa cada vez que lavó la ropa del escultor Claes Oldenburg, quien fuera su pareja durante siete años. Wilke desafió el buen gusto no solo repitiendo la forma de la vagina, sino insertando en su obra su frustración por la posición de las mujeres artistas.
Wilke trabajó con arcilla, chicle, pelusa y látex, todos materiales propios del arte producido por quienes no tienen acceso a los materiales del arte mayor: óleo, bronce y mármol. Pero el material más audaz que usó fue su vida y su cuerpo, que expuso en una serie de fotografías tituladas S.O.S. - Starification Object Series (1974-82), con el fin de llamar la atención sobre la cultura de la “mirada masculina”. En ellas aparece con jeans y de torso desnudo, con pequeñas esculturas de vaginas de chicle pegadas a su cuerpo. En una entrevista de 1977 dijo: “El chicle tiene forma antes de masticarlo. Pero cuando lo botas, tiene forma de basura. En esta sociedad usamos a la gente igual que usamos el chicle”.
Lamentablemente, durante su vida su trabajo fue interpretado como una exhibición narcisista o la aceptación de la mirada patriarcal, y no como su refutación y condena. Faltaban años para que la forma en que Wilke expuso su vida fuera considerada una afirmación de la sexualidad femenina y la vida privada, una respuesta contundente a una pregunta que ella misma planteó: “Si las mujeres no hemos conseguido hacer arte ‘universal’ porque estamos atrapadas en lo ‘personal’, ¿por qué no universalizar lo personal y hacerlo el tema de nuestro arte?”.
En 1985, cuando preparaba la primera retrospectiva de su obra y la University of Missouri Press trabajaba en un libro que reunía sus escritos y su obra, Hannah Wilke recibió una demanda de los abogados de su expareja, Claes Oldenburg, que le exigía eliminar de su obra las fotografías donde apareciera, toda mención de su nombre y las citas a cartas escritas por él. La Universidad de Missouri se negó a defenderla y, así, en nombre de la protección de la privacidad masculina, Oldenburg logró eliminar parte de la obra de Hannah Wilke, que ya en 1976 había titulado una de sus obras Needed-Erase-Her alterando el nombre de las gomas de borrar (“kneaded eraser”) como “necesario borrarla”.
En una entrevista con Giovanni Intra, Chris Kraus dijo: “El tema de la privacidad es al arte femenino lo que la obscenidad al arte masculino en los años sesenta”, vinculando la batalla legal librada en defensa de Aullido de Allen Ginsberg, triunfo que permitió la publicación de Trópico de Cáncer y El amante de Lady Chatterley en EEUU, con la batalla que Wilke perdió al verse obligada a retirar polaroids, cartas y esculturas de la primera exposición que reunía toda su obra.
After Kathy Acker
Otra respuesta a la pregunta sobre cómo universalizar lo personal fue dada por la escritora Kathy Acker (1947-1995), caso de estudio al que Kraus se aboca en After Kathy Acker (2017). La decisión de asumir el rol de biógrafa de Acker es totalmente consistente con el concepto de obra de Kraus y su tratamiento de la intimidad, pues en la década de los setenta, justo antes de conocer a Sylvère Lotringer, este había sido lo más cercano a una pareja de Kathy Acker. De hecho, en Amo a Dick recuerda encontrar la siguiente dedicatoria en un libro de Lotringer: “A Sylvère, el mejor polvo del mundo (hasta donde yo sé). Con amor, Kathy Acker”.
En la novela Inferno (2010), Eileen Myles recuerda que en una época Kraus estaba “completamente obsesionada con Acker, queriendo ser Kathy”. En un artículo de New Yorker, Kraus niega esta obsesión, pero sí admite que cuando escribió Amo a Dick hizo lo mismo que Acker con la escena artística de Nueva York, inspirándose en la literatura cortesana francesa y japonesa. En una entrevista dijo que Acker “era como Madame de La Fayette” y también que “esos textos fueron escritos para un público que iba a reconocerse en ellos. Y ahora, siglos después, no sabemos quiénes eran, pero sentimos la intimidad y el atrevimiento de esa escritura”.
Kathy Acker fue una escritora que, apropiándose de procedimientos del conceptualismo y el post-minimalismo, escribió novelas, teatro, poesía y ensayos donde positividad sexual y pornografía se combinan con la reformulación de elementos autobiográficos y la reutilización del canon literario. Quizás la influencia más visible en su obra sea la de William Burroughs, pero también es posible reconocer su deuda con artistas como Eleanor Antin, Bernadette Mayer, Carolee Schneeman y Sherrie Levine, los Beat, los poetas de Black Mountain y el poeta David Antin. De hecho, se puede decir que la situación de Acker es única, porque logró asociarse tanto a la escena informal de los poetas de St. Mark's y la New York School, como a la escena académica del conceptualismo y los language poets. Su presencia en estas escenas es celebrada en After Kathy Acker, biografía que es también una galería donde vemos retratos de los contemporáneos de Acker mientras ella pasa veloz por sus vidas. Esa velocidad es inseparable de la personalidad de Acker, una artista que metabolizaba sistemas artísticos, filosóficos e influencias como si fueran caramelos.
Una de sus primeras influencias fue el poeta y teórico David Antin a quien conoció en San Diego a principios de los años setenta. Antin enviaba a sus alumnos a la biblioteca a copiar los textos de “alguien que haya escrito algo mejor de lo que ustedes podrían hacerlo” y los ayudaba a montar los fragmentos cosechados como si fueran una película, creando relaciones entre textos tan dispares como una tragedia de Esquilo y un manual de gasfitería. En sus clases Antin decía que una obra literaria podía constituirse solo de textos hallados y que la técnica de la apropiación era tan valiosa como la escritura, lección fundamental para Acker, que la hizo parte de su estrategia intelectual.
Kathy Acker transmutaba material ajeno y propio mediante rigurosas estrategias formales como los cut-up y los fold-in de Brion Gysin y William Burroughs, los ejercicios autobiográficos de Bernadette Mayer y los enmascaramientos de Eleanor Antin, los que combinaba con su propia escritura: diarios, cartas, recuerdos y sueños. Esta escritura, a su vez, tenía un modelo en el libro Cézanne, She Was a Great Painter (1974) de Carolee Schneemann, una colección de cartas, notas, manifiestos y guiones de performances de los años sesenta y setenta, un libro que desde el cambio de género de Cézanne prefigura la crítica a la normatividad sexual y de género realizada por Acker en Don Quixote: Which Was a Dream (1986).
El año 1972 fue crucial para Acker, en febrero asistió a la exposición Memory de Bernadette Mayer, una obra autobiográfica consistente en 1.116 fotografías y siete horas de audio que fue decisiva para ella y su generación. En mayo, convencida de que necesitaba leer en público para ser una escritora profesional, se presentó al micrófono abierto de St. Mark’s Poetry Project. Luego, entre julio y agosto, su amiga Eleanor Antin realizó una de las obras cardinales del arte feminista: Carving: A Traditional Sculpture, el registro en 148 fotografías de su cuerpo durante una estricta dieta. Ese mismo año, Acker se sintió satisfecha por primera vez con sus experimentos formales y publicó su primera autoedición, Politics. Tenía veinticinco años.
En 1973, imitando el arte postal de Eleanor Antin (que compartió con ella una lista con las direcciones de seiscientos artistas, escritores y críticos), empezó a enviar mensualmente la serie Lives of Murderesses. Así, Acker logró poner su obra en las manos de los lectores que deseaba y estableció los vínculos que la llevarían a publicar su primer libro, The Childlike Life of the Black Tarantula (1975). Esta avidez de reconocimiento se traduciría en un ritmo de trabajo que la llevaría a publicar un libro cada dos años.
En After Kathy Acker, Kraus sugiere que la obra de Acker se basó en la obsesiva reformulación de su biografía mediante el uso de textos propios o hallados para trabajarlos, despersonalizarlos y convertirlos en mitología. Uno de esos episodios fundacionales de Acker es el de prostituirse para comprar medicina y así poder seguir prostituyéndose, otro es el suicidio de su madre, ocurrido el año nuevo de 1979 en un hotel. Ambos son hechos reales que, reconfigurados y repetidos de libro en libro, adquieren una cualidad mitológico-alegórica difícil de conseguir en un relato realista.
En 1978, Acker terminó de montar un libro que reunía buena parte de sus escritos dispersos y experimentales bajo el título Blood and Guts in Highschool. En este libro nada está sometido a las formas literarias convencionales y lo único que lo justifica formalmente es su unidad emocional. Es, en ese sentido, la obra fundacional de una genealogía literaria que incluye no solo a Chris Kraus, sino también a autoras tan disímiles como J.T. Leroy (Laura Albert) y Sheila Heti, por nombrar solo dos. Blood and Guts fue publicado recién en 1984 y convirtió a Acker en un ícono de la era ensombrecida por las políticas de Reagan y Thatcher, una figura literaria que no discriminaba entre alta y baja cultura, una artista post-punk que planteaba su obra desde la estética del deseo no correspondido de una chica en el patio del colegio.
Quizás el punto más alto de la estrella de Kathy Acker ocurrió tras la publicación de Great Expectations (1983), es decir, antes que su imagen enfundada en cuero sirviera para reducirla a un ícono pop y que la crítica diera su bendición a las escrituras más convencionales de, por ejemplo, Catherine Texier, Lynne Tillman, Mary Gaitskill y Gary Indiana. Pero en medio de esa falta de atención y antes de morir de cáncer de mamas en 1997, Acker escribió tres libros fundamentales: Don Quixote: Which Was a Dream (1986), Empire of the Senseless (1988) y My Mother: Demonology (1994).
En un texto escrito para The Guardian, Chris Kraus cuenta una historia de 1997 que conecta aún más su historia y la de su biografiada: “Matias (Viegener) me contó que Acker estaba leyendo Amo a Dick cuando Dick, el destinatario del libro y conocido de Acker, entró al dormitorio para ofrecer sus respetos y que ambos corrieron a esconder el libro. Si nada más pasa con mi novela, pensé, esto es suficiente para mí”. Esta anécdota habla de la posta en las transformaciones permanentes del arte y el feminismo, de lo cerca que están los días en que la obra de una artista podía ser silenciada por un hombre, y la suma de procesos que han llevado al “exceso femenino” a constituirse como una categoría estética o una fenomenología.
Esta revolución formal no se trata solamente de Hannah Wilke, Kathy Acker y Chris Kraus, es toda una genealogía e incluye simbólicamente a todas las mujeres catalogadas como histéricas, erotómanas y esquizofrénicas, a las encerradas en manicomios y conventos, a las que fueron silenciadas por su raza o su clase, así como a aquellas cuya genialidad solo fue consignada por su relación con un hombre, mujeres como Adèle Hugo, hija de Victor Hugo, Camille Claudel, amante de Rodin y hermana de Paul Claudel, Colette Peignot, amante de Georges Bataille o Alice James, hermana de Henry y William James.
Hoy el exceso femenino es parte de la cultura y la emoción empieza a ser aceptada. Virginie Despentes es una autora de masas, Tracey Emin es una figura pop, la cuenta de Twitter @sosadtoday tiene más de 900 mil seguidores, Alicia Eler y Kate Durbin piensan la estética de las adolescentes en Tumblr, Audrey Wollen desarrolla su Sad Girl Theory, Johanna Hedva su Sick Woman Theory y, al mismo tiempo, algunas de las escrituras más estimulantes son producidas por mujeres como Zoe Pilger, Cecilia Pavón, Dorothea Lasky, Mariana Enríquez, Ariana Reines y Veronica Stigger. Hay que abrir los ojos y leer.
Tres casos de estudio: Hannah Wilke, Kathy Acker y Chris Kraus
“Por siglos, en una cultura que solo valida la experiencia masculina, las mujeres hemos sido enloquecidas y engañadas mediante la negación de nuestra experiencia e instinto. La verdad de nuestros cuerpos y mentes nos ha sido arrebatada”. Adrienne Rich
I Love Dick
En septiembre del 2017, Chris Kraus (Nueva York, 1955) publicó una biografía titulada After Kathy Acker. Este libro apareció cuatro meses después del estreno de la serie de televisión I Love Dick, basada en su novela del mismo nombre, publicada en 1997. ¿Qué ocurrió en esos veinte años?
En Amo a Dick (Alpha Decay, 2013) Chris Kraus presentó un aparato formal perfecto que enmarca la historia de una mujer, Chris, que se enamora de Dick, un crítico de arte que encarna a todos los hombres que la rechazaron en el pasado. Ella y su marido Sylvère, su cómplice, escriben 200 cartas que detallan su obsesión por Dick. En la primera mitad del libro las cartas abordan la creación del proyecto literario que estamos leyendo y en la segunda toman la forma de ensayos dirigidos al silencioso Dick, entendido como el receptor ideal de Chris.
Los personajes son reales, Dick es el crítico cultural Dick Hebdige y Sylvère es Sylvère Lotringer, exmarido de Kraus y editor de la legendaria editorial Semiotexte. Cuando Hebdige supo de la publicación de Amo a Dick dijo que se atacaba su privacidad, se comparó a la recién fallecida princesa Diana y amenazó con una demanda que no llegó a concretarse. Esta reacción es central para pensar la relación entre este libro, la obra de la artista Hannah Wilke y After Kathy Acker. Ocurre que la operación realizada por Kraus en Amo a Dick consiste, en parte, en el abandono de la discreción que las mujeres han guardado no solo sobre los abusos de los que han sido víctimas sino también sobre la invisibilización y negación de sus logros y la naturaleza de su deseo. Chris Kraus considera que levantar el velo de lo íntimo, no proteger la honra de los hombres, el solo hecho de “hablar, ser paradójicas, inexplicables, autodestructivas, pero sobre todas las cosas, públicas, es lo más revolucionario en el mundo”.
En 1997 esa falta de discreción fue condenada de forma casi unánime pero hoy, cuando el mercado editorial promueve escrituras de la intimidad, la actitud general de Amo a Dick hacia la privacidad es no solo aceptable, sino un ejemplo, un modo masoquista de reformular el trauma que la crítica ha llamado “una mirada a la abyección femenina”. El libro es también la exposición de un amor adolescente tal como lo experimentaría una mujer de treinta y nueve años. Pues, como dice la poeta Cecilia Pavón, traductora de tres libros de Kraus y precursora en Sudamérica del uso de “la emoción como forma”, Amo a Dick debe ser considerada la novela picaresca de una mujer que decide vivir su identidad heterosexual con el orgullo de un hombre gay, es decir, revolucionariamente.
En una entrevista Roberto Bolaño afirma que la única novela futura posible es la que presente nuevas estructuras y que no dependa de la trama. Pues bien, Amo a Dick apareció un año antes que Los detectives salvajes y es, al menos estructuralmente, una obra maestra, un objeto literario para el cual la autora cosechó elementos de la vida real, entre ellos la figura de un hombre, y lo convirtió en apenas un receptor, un objeto de apego como lo fuera Beatriz para Dante. Parte del triunfo formal de Amo a Dick se debe al paso de la carta a la carta-ensayo en la segunda parte del libro, este paso universaliza lo que en la primera parte era “demasiado personal” fusionando ensayos sobre arte y estética con casos de mujeres artistas cuyas obras fueron invisibilizadas activamente por sus parejas.
En el capítulo “Ruta 126”, Chris Kraus llama la atención de Dick sobre el libro Refreshing Pauses: Coca-Cola and Human Rights in Guatemala (1987) de Henry J. Frundt, un análisis sobre la violencia genocida ejercida por Coca-Cola contra los sindicatos guatemaltecos en los años ochenta. Kraus cita a Frundt cuando este afirma que la única forma de comprender un gran proceso es acercándose a lo minúsculo y que, mientras más específica es la información, es también más paradigmática. Esa es la otra operación, pasar de lo “demasiado particular” a lo universal, pero ya no desde la historia de un genocidio sino tomándose ella misma como caso de estudio.
Kraus, en su análisis, no aparta la mirada de lo excesivo y desagradable que ve en sí misma, es más, lo evidencia bajo la idea de que no se ha escrito lo suficiente sobre lo irreprimible y que la exposición del propio fracaso y la emoción pueden dar forma a una obra literaria. De hecho, en una entrevista afirma: “La emoción es tan terrorífica que el mundo se niega a creer que puede ser utilizada como disciplina, como forma”. En esto sigue el proyecto de Kathy Acker, sobre quien volveremos, pero también la idea de los surrealistas que proponían considerar la histeria no como patología, sino como un “medio supremo de expresión”.
En el capítulo titulado “Monstruos”, Kraus analiza el caso de Hannah Wilke (1940-1993), una artista que llevaba años trabajando con la imagen de la vagina cuando expuso Laundry Lint (C.O.’s) (1972), una serie de esculturas de vaginas hechas con pelusa de secadora de ropa. El caso es que Wilke había recolectado esa pelusa cada vez que lavó la ropa del escultor Claes Oldenburg, quien fuera su pareja durante siete años. Wilke desafió el buen gusto no solo repitiendo la forma de la vagina, sino insertando en su obra su frustración por la posición de las mujeres artistas.
Wilke trabajó con arcilla, chicle, pelusa y látex, todos materiales propios del arte producido por quienes no tienen acceso a los materiales del arte mayor: óleo, bronce y mármol. Pero el material más audaz que usó fue su vida y su cuerpo, que expuso en una serie de fotografías tituladas S.O.S. - Starification Object Series (1974-82), con el fin de llamar la atención sobre la cultura de la “mirada masculina”. En ellas aparece con jeans y de torso desnudo, con pequeñas esculturas de vaginas de chicle pegadas a su cuerpo. En una entrevista de 1977 dijo: “El chicle tiene forma antes de masticarlo. Pero cuando lo botas, tiene forma de basura. En esta sociedad usamos a la gente igual que usamos el chicle”.
Lamentablemente, durante su vida su trabajo fue interpretado como una exhibición narcisista o la aceptación de la mirada patriarcal, y no como su refutación y condena. Faltaban años para que la forma en que Wilke expuso su vida fuera considerada una afirmación de la sexualidad femenina y la vida privada, una respuesta contundente a una pregunta que ella misma planteó: “Si las mujeres no hemos conseguido hacer arte ‘universal’ porque estamos atrapadas en lo ‘personal’, ¿por qué no universalizar lo personal y hacerlo el tema de nuestro arte?”.
En 1985, cuando preparaba la primera retrospectiva de su obra y la University of Missouri Press trabajaba en un libro que reunía sus escritos y su obra, Hannah Wilke recibió una demanda de los abogados de su expareja, Claes Oldenburg, que le exigía eliminar de su obra las fotografías donde apareciera, toda mención de su nombre y las citas a cartas escritas por él. La Universidad de Missouri se negó a defenderla y, así, en nombre de la protección de la privacidad masculina, Oldenburg logró eliminar parte de la obra de Hannah Wilke, que ya en 1976 había titulado una de sus obras Needed-Erase-Her alterando el nombre de las gomas de borrar (“kneaded eraser”) como “necesario borrarla”.
En una entrevista con Giovanni Intra, Chris Kraus dijo: “El tema de la privacidad es al arte femenino lo que la obscenidad al arte masculino en los años sesenta”, vinculando la batalla legal librada en defensa de Aullido de Allen Ginsberg, triunfo que permitió la publicación de Trópico de Cáncer y El amante de Lady Chatterley en EEUU, con la batalla que Wilke perdió al verse obligada a retirar polaroids, cartas y esculturas de la primera exposición que reunía toda su obra.
After Kathy Acker
Otra respuesta a la pregunta sobre cómo universalizar lo personal fue dada por la escritora Kathy Acker (1947-1995), caso de estudio al que Kraus se aboca en After Kathy Acker (2017). La decisión de asumir el rol de biógrafa de Acker es totalmente consistente con el concepto de obra de Kraus y su tratamiento de la intimidad, pues en la década de los setenta, justo antes de conocer a Sylvère Lotringer, este había sido lo más cercano a una pareja de Kathy Acker. De hecho, en Amo a Dick recuerda encontrar la siguiente dedicatoria en un libro de Lotringer: “A Sylvère, el mejor polvo del mundo (hasta donde yo sé). Con amor, Kathy Acker”.
En la novela Inferno (2010), Eileen Myles recuerda que en una época Kraus estaba “completamente obsesionada con Acker, queriendo ser Kathy”. En un artículo de New Yorker, Kraus niega esta obsesión, pero sí admite que cuando escribió Amo a Dick hizo lo mismo que Acker con la escena artística de Nueva York, inspirándose en la literatura cortesana francesa y japonesa. En una entrevista dijo que Acker “era como Madame de La Fayette” y también que “esos textos fueron escritos para un público que iba a reconocerse en ellos. Y ahora, siglos después, no sabemos quiénes eran, pero sentimos la intimidad y el atrevimiento de esa escritura”.
Kathy Acker fue una escritora que, apropiándose de procedimientos del conceptualismo y el post-minimalismo, escribió novelas, teatro, poesía y ensayos donde positividad sexual y pornografía se combinan con la reformulación de elementos autobiográficos y la reutilización del canon literario. Quizás la influencia más visible en su obra sea la de William Burroughs, pero también es posible reconocer su deuda con artistas como Eleanor Antin, Bernadette Mayer, Carolee Schneeman y Sherrie Levine, los Beat, los poetas de Black Mountain y el poeta David Antin. De hecho, se puede decir que la situación de Acker es única, porque logró asociarse tanto a la escena informal de los poetas de St. Mark's y la New York School, como a la escena académica del conceptualismo y los language poets. Su presencia en estas escenas es celebrada en After Kathy Acker, biografía que es también una galería donde vemos retratos de los contemporáneos de Acker mientras ella pasa veloz por sus vidas. Esa velocidad es inseparable de la personalidad de Acker, una artista que metabolizaba sistemas artísticos, filosóficos e influencias como si fueran caramelos.
Una de sus primeras influencias fue el poeta y teórico David Antin a quien conoció en San Diego a principios de los años setenta. Antin enviaba a sus alumnos a la biblioteca a copiar los textos de “alguien que haya escrito algo mejor de lo que ustedes podrían hacerlo” y los ayudaba a montar los fragmentos cosechados como si fueran una película, creando relaciones entre textos tan dispares como una tragedia de Esquilo y un manual de gasfitería. En sus clases Antin decía que una obra literaria podía constituirse solo de textos hallados y que la técnica de la apropiación era tan valiosa como la escritura, lección fundamental para Acker, que la hizo parte de su estrategia intelectual.
Kathy Acker transmutaba material ajeno y propio mediante rigurosas estrategias formales como los cut-up y los fold-in de Brion Gysin y William Burroughs, los ejercicios autobiográficos de Bernadette Mayer y los enmascaramientos de Eleanor Antin, los que combinaba con su propia escritura: diarios, cartas, recuerdos y sueños. Esta escritura, a su vez, tenía un modelo en el libro Cézanne, She Was a Great Painter (1974) de Carolee Schneemann, una colección de cartas, notas, manifiestos y guiones de performances de los años sesenta y setenta, un libro que desde el cambio de género de Cézanne prefigura la crítica a la normatividad sexual y de género realizada por Acker en Don Quixote: Which Was a Dream (1986).
El año 1972 fue crucial para Acker, en febrero asistió a la exposición Memory de Bernadette Mayer, una obra autobiográfica consistente en 1.116 fotografías y siete horas de audio que fue decisiva para ella y su generación. En mayo, convencida de que necesitaba leer en público para ser una escritora profesional, se presentó al micrófono abierto de St. Mark’s Poetry Project. Luego, entre julio y agosto, su amiga Eleanor Antin realizó una de las obras cardinales del arte feminista: Carving: A Traditional Sculpture, el registro en 148 fotografías de su cuerpo durante una estricta dieta. Ese mismo año, Acker se sintió satisfecha por primera vez con sus experimentos formales y publicó su primera autoedición, Politics. Tenía veinticinco años.
En 1973, imitando el arte postal de Eleanor Antin (que compartió con ella una lista con las direcciones de seiscientos artistas, escritores y críticos), empezó a enviar mensualmente la serie Lives of Murderesses. Así, Acker logró poner su obra en las manos de los lectores que deseaba y estableció los vínculos que la llevarían a publicar su primer libro, The Childlike Life of the Black Tarantula (1975). Esta avidez de reconocimiento se traduciría en un ritmo de trabajo que la llevaría a publicar un libro cada dos años.
En After Kathy Acker, Kraus sugiere que la obra de Acker se basó en la obsesiva reformulación de su biografía mediante el uso de textos propios o hallados para trabajarlos, despersonalizarlos y convertirlos en mitología. Uno de esos episodios fundacionales de Acker es el de prostituirse para comprar medicina y así poder seguir prostituyéndose, otro es el suicidio de su madre, ocurrido el año nuevo de 1979 en un hotel. Ambos son hechos reales que, reconfigurados y repetidos de libro en libro, adquieren una cualidad mitológico-alegórica difícil de conseguir en un relato realista.
En 1978, Acker terminó de montar un libro que reunía buena parte de sus escritos dispersos y experimentales bajo el título Blood and Guts in Highschool. En este libro nada está sometido a las formas literarias convencionales y lo único que lo justifica formalmente es su unidad emocional. Es, en ese sentido, la obra fundacional de una genealogía literaria que incluye no solo a Chris Kraus, sino también a autoras tan disímiles como J.T. Leroy (Laura Albert) y Sheila Heti, por nombrar solo dos. Blood and Guts fue publicado recién en 1984 y convirtió a Acker en un ícono de la era ensombrecida por las políticas de Reagan y Thatcher, una figura literaria que no discriminaba entre alta y baja cultura, una artista post-punk que planteaba su obra desde la estética del deseo no correspondido de una chica en el patio del colegio.
Quizás el punto más alto de la estrella de Kathy Acker ocurrió tras la publicación de Great Expectations (1983), es decir, antes que su imagen enfundada en cuero sirviera para reducirla a un ícono pop y que la crítica diera su bendición a las escrituras más convencionales de, por ejemplo, Catherine Texier, Lynne Tillman, Mary Gaitskill y Gary Indiana. Pero en medio de esa falta de atención y antes de morir de cáncer de mamas en 1997, Acker escribió tres libros fundamentales: Don Quixote: Which Was a Dream (1986), Empire of the Senseless (1988) y My Mother: Demonology (1994).
En un texto escrito para The Guardian, Chris Kraus cuenta una historia de 1997 que conecta aún más su historia y la de su biografiada: “Matias (Viegener) me contó que Acker estaba leyendo Amo a Dick cuando Dick, el destinatario del libro y conocido de Acker, entró al dormitorio para ofrecer sus respetos y que ambos corrieron a esconder el libro. Si nada más pasa con mi novela, pensé, esto es suficiente para mí”. Esta anécdota habla de la posta en las transformaciones permanentes del arte y el feminismo, de lo cerca que están los días en que la obra de una artista podía ser silenciada por un hombre, y la suma de procesos que han llevado al “exceso femenino” a constituirse como una categoría estética o una fenomenología.
Esta revolución formal no se trata solamente de Hannah Wilke, Kathy Acker y Chris Kraus, es toda una genealogía e incluye simbólicamente a todas las mujeres catalogadas como histéricas, erotómanas y esquizofrénicas, a las encerradas en manicomios y conventos, a las que fueron silenciadas por su raza o su clase, así como a aquellas cuya genialidad solo fue consignada por su relación con un hombre, mujeres como Adèle Hugo, hija de Victor Hugo, Camille Claudel, amante de Rodin y hermana de Paul Claudel, Colette Peignot, amante de Georges Bataille o Alice James, hermana de Henry y William James.
Hoy el exceso femenino es parte de la cultura y la emoción empieza a ser aceptada. Virginie Despentes es una autora de masas, Tracey Emin es una figura pop, la cuenta de Twitter @sosadtoday tiene más de 900 mil seguidores, Alicia Eler y Kate Durbin piensan la estética de las adolescentes en Tumblr, Audrey Wollen desarrolla su Sad Girl Theory, Johanna Hedva su Sick Woman Theory y, al mismo tiempo, algunas de las escrituras más estimulantes son producidas por mujeres como Zoe Pilger, Cecilia Pavón, Dorothea Lasky, Mariana Enríquez, Ariana Reines y Veronica Stigger. Hay que abrir los ojos y leer.
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