[Manchas de humedad de Rodolfo Reyes Macaya]. Por Daniel Ahumada

El año 2015, en la ciudad de Buenos Aires, Rodolfo Reyes Macaya publicó su primer libro, La proximidad del tsunami, por intermedio de la editorial Zindo & Gafuri. Cuatro años después aparece Manchas de humedad (Jámpster Libros, 2019), que es a la vez una reedición de esa primera entrega y un nuevo libro, que presenta distintos énfasis, como el que el mismo cambio de título sugiere.
En este sentido, para Daniel Ahumada (1995), en Manchas de humedad “parece ser la inmovilidad la que moviliza, el callado el que habla y, en la búsqueda de una política de la desaparición, la voz puede anunciar que: ‘(…) si no fuera por el susurro de los grillos / el silencio sería total’”.

Manchas de humedad de Rodolfo Reyes Macaya

Manchas de humedad es un trabajo minimalista y contemplativo, construido sobre las relaciones entre las imágenes varadas en el paisaje oscuro de la provincia porteña y una voz que se ha gestado corroída por la insistencia de las frías aguas marinas. Esta reflexión respecto a la vida en los puertos marginados de la nación busca narrativizar un sujeto cuyo cuerpo y memoria se encuentran erosionados por la violencia del viento, la que pareciera ser el movimiento que sostiene tanto las olas que circundan al mundo observado como al observador. Es un poemario donde la palabra, la imagen y el sujeto que las relaciona sufren las filtraciones y la descomposición de su propia unidad hasta llegar a ser una expresión mínima de sí misma.
El poemario se estructura en tres secciones. La primera de ellas, “Para una historia del viento”, toma la forma de un puerto gris donde los objetos desperdigados en las costas se encuentran habitados por siluetas y espectros (casi humanos, quizás en algún momento nombres e infancias). El ojo ínfimo que observa nos introduce dos fantasmas que se identifican por sus fútiles acciones: “Ella nadó hasta perderse en la península / y él se quedó calentando a los polluelos”. Dos cuerpos que se mueven “al vaivén de las olas / entre huellas y burbujas”, dan cuenta de la experiencia de la vida en estos puertos, un desplazamiento sin agencia, solo la recopilación de rostros y formas, cierta condena presente en el hecho de haber nacido con los pies enterrados entre la costa y la lluvia: “No hay nadie en el planeta que lo pase peor / ocho de cada diez crías mueren por las tormentas / el resto repite la conducta de los padres”. Ambas siluetas, con su andar fragmentado y letárgico, hacen sus mejores esfuerzos para salir de la condenada provincia, uniformándose, vendiendo chales, tratando de cubrir toda la experiencia de sus vidas en fotografías, en alimentos trizados: “En esta foto quisieron atraparlo todo / pero solo tienen el viento entre las manos”.
La vida en este puerto toma una materialidad especifica que edifica el eje principal de las imágenes y voces que aparecen arrastradas por la rígida brisa: manchas de humedad que permean no solo los espacios donde se resguardan estos rostros perdidos, sino también en sus propias personalidades, el ego que se pudre por el moho a la espera de nada. Las fotos mal datadas de Valparaíso, pero que en realidad corresponden a Pichilemu, dos niños corriendo frente al mar donde la imagen es resignación y el pasaje de Lao Tsé (“La naturaleza no es amable / trata a las personas como perros de paja”), designa que cualquier marca que puedan dejar las pisadas en la costa será erradicada por la lengua del mar, una vida que exige: “Serenidad, escribir en la arena / dejar que el viento lo borre”. La última identificación de un espacio en decadencia, del viento que penetra como agujas, los fantasmas ven su ojo hueco en la representación del ganado: “El hielo se derrite, las ovejas trazan círculos / ¿Te acuerdas de cómo fueron tragadas por las olas?”.
La segunda parte del poemario, “Manchas de humedad”, utiliza una formulación más estrictamente narrativa, rondando los terrenos de cierto ejercicio introspectivo. Este relato compuesto de notas sobre la estadía del narrador en la casa de unos amigos con la única tarea de cuidar a la mascota llamada Nerón, da cuenta de cómo la personalidad de este sujeto sufre las fugas de su propia humanidad, en tanto la corrosión que recorre el lugar que debe cuidar y al animal que debe atender lo atraviesan o, más bien, es él quien erosiona las simientes de todo aquello que observa en su pasividad cínica: “Mis días son señales de humo sobre este colchón (…)”. Lo curioso es que estas notas, en cierta medida, exponen lo que parecieran ser las consecuencias de haber nacido en la provincia que se retrata en la sección anterior del poemario, como si esta voz que narra entendiera la inutilidad de su ejercicio, en tanto todos los terrenos y todas las personalidades que encuentra en su intento de no encontrar, fueran construcciones realizadas con la misma arena que dejó en su lugar de origen: “Acepté cuidar a Nerón para pasar el frío o simplemente porque aquí podía estar quieto mientras el viento golpeaba a las ventanas”.
El narrador vive en carne propia la putrefacción, un solipsismo autoimpuesto que resulta imposible (los vecinos tocan la puerta, solo quedan dos paquetes de fideos en la despensa y, en la culminación de la decadencia, Nerón enferma). Como un axioma, la liquidez que destruye es el único terreno conocido: “Clavo mi vida sobre manchas de humedad”. La voz se identifica en la mirada de las hormigas que colman la casa donde Nerón las mira pasar, un cuento indio mal recordado sobre deidades y tiranos llega a una conclusión que no se comprende (todo esto sobre el cuerpo agonizante de Nerón): “Una hormiga es todas las hormigas yendo de un desierto a otro”. Sobre aquel principio universal, se llega a las últimas escenas donde el narrador acompaña a su vecina al mar, como un enfrentamiento con el origen, con la realización de que él es la tortuga en su bolsillo: las simientes podridas deberán ser reemplazadas o quizás la arena es suficiente. El cuento indio aparece nuevamente cuando Irene, la vecina que por un momento lo saca del encierro, le entrega una copia de su propio libro llamado Manchas de humedad. El narrador declara, como si la nueva revelación del movimiento de las nubes abriera las posibilidades del deseo: “Después me iré de este lugar y algún día seré totalmente mudo”.
La sección final del poemario, “Semillas de cardo”, vuelve al eje de las imágenes, pero esta vez desde una perspectiva distinta, donde la composición de todos los elementos da cuenta de cierta experiencia espiritual y política en el movimiento del viento. El sol y la bruma ocultan las siluetas de los animales, mientras otros (los caballos) se alimentan de sus morrales. Las siluetas que comparten movimientos dejan atrás “un puñado de ramas en el fuego / humo, poca lumbre y animales muertos”. En un ejercicio de total desubicación, la voz busca componer espacio y memoria mediante un lenguaje inútil (“no me sé los nombres de los árboles”) e incluso se hace referencia a la sección anterior, como dos etapas de las mismas indagaciones sobre este bosque vacío donde quizás un vecino es todos los vecinos: “Tomar aire para contar algo, no contar nada / (…) no habrá días grises, eso no pasa en esta historia / mi vecino perdió la voluntad de seguir adelante”.
En este sentido, parece ser la inmovilidad la que moviliza, el callado el que habla y, en la búsqueda de una política de la desaparición, la voz puede anunciar que: “(…) si no fuera por el susurro de los grillos / el silencio sería total”. Una de las imágenes más bellas del poemario comprende esta posibilidad, donde la quietud captura:
“Medio cubierta por una sábana
me hablabas sobre la forma
que tiene el yacaré de cazar
inmóvil, abierto el hocico
hasta que pase algo”.
Así, la voz encuentra en la puesta de sol cierta esperanza en el olvido, en el blanqueamiento de la percepción “mientras los camioneros cuentan bichos / reventados en el parabrisas / como si fueran señales de algo mejor”. La conclusión que eleva la mirada propuesta por Rodolfo Reyes Macaya es una bella reflexión sobre las formas en que, finalmente, es posible alcanzar cierta libertad donde la materia concluye y permite sobrevivirse a uno mismo: “El mundo se te escapa cuando quiere entregarlo todo / las heridas se vuelven cicatrices / como semillas de cardo, el viento nos esparce”.

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