[El escritor ególatra]. Por Christian Kent
El pasado 9 de agosto, en el marco de la Semana de Letras 2018 de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de
Asunción, se realizó un debate sobre edición en Paraguay en el que participaron, entre otros, Giselle Caputo, editora de Aike Biene Ediciones, y Christian Kent (Asunción, 1983), quien ahora presenta sus impresiones de la jornada.
Mientras debatíamos en un panel sobre editoriales independientes, en un aula de la Facultad de Letras, el escritor M., hizo una confesión que me interesó bastante: él, como todo escritor, es un ególatra. Como tal, como escritor y como ególatra, su único deseo es que “le vaya bien” –es decir, que pueda vender sus libros– para poder seguir publicando.
Desconfiemos de la afirmación universal: “todos los escritores”. La asociación es arbitraria; es, sin más, un estereotipo. Ser ególatra no es un sine qua non del oficio, como sí es, por ejemplo, escribir. Además, “todo escritor”, como cualquier otra generalización, no existe sino como abstracción. Lo que sí existe es la pluralidad de escritores y escritoras, cada uno de los cuales manifiesta caracteres, visiones de mundo, valores morales distintos (no es imposible pensar en un escritor altruista o en uno que ha emprendido un camino espiritual y pretende superar su propio egoísmo).
Es cierto que los prejuicios no son del todo inútiles. Sin ellos nos veríamos ante la colosal tarea de construir un singular juicio acerca del mundo cada vez que este se nos presenta. Hay un pensamiento que proviene del pasado –y que alguna vez representó un juicio válido– enfrascado en todo prejuicio. Podemos, en tal caso, concederle a M., la alta probabilidad de que tal prejuicio tenga cierta carga de razón. Es posible que la tarea de la escritura –del arte en general– tenga bastante que ver con convertir al Yo propio en objeto de culto; es decir, que los prejuicios del escritor ególatra o maldito o lo que fuese no sean gratuitos.
De acuerdo a lo propuesto por M., su éxito como escritor depende de poder seguir publicando, no precisamente escribiendo. Son cuestiones distintas: no todo lo que uno escribe se publica; ni ha sido escrito con la intención de publicarse. Publicar tiene que ver con inaugurar lo escrito en el mundo común. Lo que nació en un ámbito privado, personal, trasciende a un espacio en el que es recibido y percibido por un supuesto público.
Es en ese sentido –nos aventuramos a conjeturar– que M., se piensa a sí mismo (y a los escritores en general) como un ególatra. Si pensamos en la escritura en el sentido en que Sheherazade contaba sus historias, es decir, frente al espejo siempre presente de la muerte (o del olvido), entonces el deseo de inscribirse en el Mundo o en la Historia o en la Inmortalidad puede entenderse como un deseo de permanecer, de ganarle otra noche más al temible rey Schariar. ¿No es el Ego el campo donde disputamos nuestra supervivencia, la continuidad de un “yo mismo”?
La idea del escritor ególatra no es sino otra manera de expresar el miedo –común a todas las personas– que genera la posibilidad de desaparecer, de ser olvidado, etc.
Al revelar algo propio en el mundo –ese espacio entre que está ahí antes que yo y seguirá estando cuando haya desaparecido–, este algo (alguien) se vuelve real. Es real aquello que ha sido visto desde distintos puntos de vista (como Homero narra tanto las acciones de Aquiles como las de Héctor); que ha sido constatado, por la pluralidad, como algo objetivo, es decir, como algo que está en el mundo y se muestra desde todas sus facetas. Si, por el contrario, un determinado escrito permanece en el cajón del escritor, todavía no es; solo será en tanto a-parezca –se inicie– entre los otros.
Ahora, este inscribirse en el mundo no es mero exhibicionismo. Uno introduce lo propio en una red de relaciones y de referencias que ya estaban ahí. Al hacerlo, toda esta estructura se modifica, se amplía, etc. Quiero decir que, cada vez que uno añade lo inédito, cada vez que uno se revela mediante la acción o la palabra, cambia al mundo y, además, se cambia a sí mismo: performa, narra, comprende algo más sobre su propia identidad.
Si pensamos en una estructura que está constantemente produciéndose a sí misma, y negamos la intervención del sujeto que enuncia como alguien que es capaz de lo inesperado, del “milagro” comprendido en términos de acontecimiento, de algo que irrumpe e introduce lo imprevisto, entonces estamos pensando desde una teoría que implica una violencia contra la experiencia, que no considera los distintos lugares de producción como factores determinantes en la elaboración de sentidos (lo propiamente humano). No tiene mucho sentido seguir pensando en un discurso sin sujeto: arte sin artista, poesía sin poeta, música sin músico, etc.
Como sea, el escritor M., siguió hablando, y yo anotando, sobre “ocupar espacios”, “inundar”, “disputar el centro”.
Este yo que inunda los espacios me parece particularmente desconfiable. En su propósito ha aceptado desbordarse, desconocer los límites de su aparición: estar ahí, no importa dónde ni cómo ni hasta qué punto. En palabras de Esquilo: puede acabar en una “insaciabilidad”.
Antes de ocupar los espacios, ¿por qué no pensar los espacios? Esto es, considerar, en primer lugar, que al decir los espacios y no el espacio estamos considerando que estos son al menos dos, si no múltiples. Y, a partir de ahí, considerar que son distintos y que cada uno genera sus propias condiciones para la circulación de las supuestas obras: seleccionan o crean determinados autores, tienen cierta concepción de lo que es o debe ser un libro, construyen –en definitiva– determinada idea de aquello que es la literatura, etc. El hecho de haber elegido situar una obra en este circuito y no en este otro puede pesar en cómo es percibida en su relación con el medio.
La notoriedad, pues, tiene sus condiciones: ¿cómo y en dónde y por qué quiero ser notado (quiero que se note aquello mío que he puesto aquí)?
Pensarse dentro del mundo y hacer lo posible por llegar a él ciertamente es una posibilidad. Pero también lo es pensar el mundo como tal, espacio de interrelaciones, y pensar en cómo representarlo en términos que no sean necesariamente los que utiliza el mecanismo hegemónico o la sociedad de consumo (en términos de competitividad, capacitismo, etc.). Estar en el mundo, podría significar, crear un mundo posible; no necesariamente aceptar las medidas de una estructura que ya está establecida (establishment) y nos somete a su arbitrio.
El añadir algo propio en el mundo puede hacerse desde un posicionamiento crítico, con un sentido político o, para decirlo en otros términos, una conciencia del contexto de aparición. Si aceptamos que mediante la palabra y la acción decidimos, además de estar en, formar parte del mundo, ese formar parte será siempre una afirmación en el sentido más político del término. Considerando estos aspectos, las decisiones que uno toma, los canales que elige, lo que uno valida o deja de validar, influyen significativamente en quiénes decidimos ser –cómo decidimos aparecer– entre los otros.
Inundar, por su parte, no significa otra cosa que renunciar a estos posibles significados: estar por estar, por el vicio de ser notado o, como ya decíamos, el miedo a ser olvidado.
El escritor ególatra
Mientras debatíamos en un panel sobre editoriales independientes, en un aula de la Facultad de Letras, el escritor M., hizo una confesión que me interesó bastante: él, como todo escritor, es un ególatra. Como tal, como escritor y como ególatra, su único deseo es que “le vaya bien” –es decir, que pueda vender sus libros– para poder seguir publicando.
Desconfiemos de la afirmación universal: “todos los escritores”. La asociación es arbitraria; es, sin más, un estereotipo. Ser ególatra no es un sine qua non del oficio, como sí es, por ejemplo, escribir. Además, “todo escritor”, como cualquier otra generalización, no existe sino como abstracción. Lo que sí existe es la pluralidad de escritores y escritoras, cada uno de los cuales manifiesta caracteres, visiones de mundo, valores morales distintos (no es imposible pensar en un escritor altruista o en uno que ha emprendido un camino espiritual y pretende superar su propio egoísmo).
Es cierto que los prejuicios no son del todo inútiles. Sin ellos nos veríamos ante la colosal tarea de construir un singular juicio acerca del mundo cada vez que este se nos presenta. Hay un pensamiento que proviene del pasado –y que alguna vez representó un juicio válido– enfrascado en todo prejuicio. Podemos, en tal caso, concederle a M., la alta probabilidad de que tal prejuicio tenga cierta carga de razón. Es posible que la tarea de la escritura –del arte en general– tenga bastante que ver con convertir al Yo propio en objeto de culto; es decir, que los prejuicios del escritor ególatra o maldito o lo que fuese no sean gratuitos.
De acuerdo a lo propuesto por M., su éxito como escritor depende de poder seguir publicando, no precisamente escribiendo. Son cuestiones distintas: no todo lo que uno escribe se publica; ni ha sido escrito con la intención de publicarse. Publicar tiene que ver con inaugurar lo escrito en el mundo común. Lo que nació en un ámbito privado, personal, trasciende a un espacio en el que es recibido y percibido por un supuesto público.
Alekseĭ Aleksandrovich Radakov (1879-1942). Negramotnyi tot zhe slepoi, vsiudu ego zhdut neudachi i neschast'ia. Fuente: NYPL.
Camus, en sus Carnets, propone un yo que, ante la imposibilidad de definirse como sustancia, solo puede determinarse en la experiencia. Es decir, como diría Hannah Arendt, no puede ser explicado, pero sí narrado (poiesis / palabra) o performado (techné / acción). Para tal efecto le será necesario introducirse en un mundo / lenguaje que ya estaba antes y en medio del cual podrá distinguirse. Cuando decimos “mundo”, hablamos de un espacio de apariencia (aparecer) donde podemos decir quiénes somos o, por lo menos, proyectar una imagen parcial de quienes creemos ser. Es en ese sentido –nos aventuramos a conjeturar– que M., se piensa a sí mismo (y a los escritores en general) como un ególatra. Si pensamos en la escritura en el sentido en que Sheherazade contaba sus historias, es decir, frente al espejo siempre presente de la muerte (o del olvido), entonces el deseo de inscribirse en el Mundo o en la Historia o en la Inmortalidad puede entenderse como un deseo de permanecer, de ganarle otra noche más al temible rey Schariar. ¿No es el Ego el campo donde disputamos nuestra supervivencia, la continuidad de un “yo mismo”?
La idea del escritor ególatra no es sino otra manera de expresar el miedo –común a todas las personas– que genera la posibilidad de desaparecer, de ser olvidado, etc.
Al revelar algo propio en el mundo –ese espacio entre que está ahí antes que yo y seguirá estando cuando haya desaparecido–, este algo (alguien) se vuelve real. Es real aquello que ha sido visto desde distintos puntos de vista (como Homero narra tanto las acciones de Aquiles como las de Héctor); que ha sido constatado, por la pluralidad, como algo objetivo, es decir, como algo que está en el mundo y se muestra desde todas sus facetas. Si, por el contrario, un determinado escrito permanece en el cajón del escritor, todavía no es; solo será en tanto a-parezca –se inicie– entre los otros.
Ahora, este inscribirse en el mundo no es mero exhibicionismo. Uno introduce lo propio en una red de relaciones y de referencias que ya estaban ahí. Al hacerlo, toda esta estructura se modifica, se amplía, etc. Quiero decir que, cada vez que uno añade lo inédito, cada vez que uno se revela mediante la acción o la palabra, cambia al mundo y, además, se cambia a sí mismo: performa, narra, comprende algo más sobre su propia identidad.
Si pensamos en una estructura que está constantemente produciéndose a sí misma, y negamos la intervención del sujeto que enuncia como alguien que es capaz de lo inesperado, del “milagro” comprendido en términos de acontecimiento, de algo que irrumpe e introduce lo imprevisto, entonces estamos pensando desde una teoría que implica una violencia contra la experiencia, que no considera los distintos lugares de producción como factores determinantes en la elaboración de sentidos (lo propiamente humano). No tiene mucho sentido seguir pensando en un discurso sin sujeto: arte sin artista, poesía sin poeta, música sin músico, etc.
Como sea, el escritor M., siguió hablando, y yo anotando, sobre “ocupar espacios”, “inundar”, “disputar el centro”.
Este yo que inunda los espacios me parece particularmente desconfiable. En su propósito ha aceptado desbordarse, desconocer los límites de su aparición: estar ahí, no importa dónde ni cómo ni hasta qué punto. En palabras de Esquilo: puede acabar en una “insaciabilidad”.
Antes de ocupar los espacios, ¿por qué no pensar los espacios? Esto es, considerar, en primer lugar, que al decir los espacios y no el espacio estamos considerando que estos son al menos dos, si no múltiples. Y, a partir de ahí, considerar que son distintos y que cada uno genera sus propias condiciones para la circulación de las supuestas obras: seleccionan o crean determinados autores, tienen cierta concepción de lo que es o debe ser un libro, construyen –en definitiva– determinada idea de aquello que es la literatura, etc. El hecho de haber elegido situar una obra en este circuito y no en este otro puede pesar en cómo es percibida en su relación con el medio.
La notoriedad, pues, tiene sus condiciones: ¿cómo y en dónde y por qué quiero ser notado (quiero que se note aquello mío que he puesto aquí)?
Pensarse dentro del mundo y hacer lo posible por llegar a él ciertamente es una posibilidad. Pero también lo es pensar el mundo como tal, espacio de interrelaciones, y pensar en cómo representarlo en términos que no sean necesariamente los que utiliza el mecanismo hegemónico o la sociedad de consumo (en términos de competitividad, capacitismo, etc.). Estar en el mundo, podría significar, crear un mundo posible; no necesariamente aceptar las medidas de una estructura que ya está establecida (establishment) y nos somete a su arbitrio.
El añadir algo propio en el mundo puede hacerse desde un posicionamiento crítico, con un sentido político o, para decirlo en otros términos, una conciencia del contexto de aparición. Si aceptamos que mediante la palabra y la acción decidimos, además de estar en, formar parte del mundo, ese formar parte será siempre una afirmación en el sentido más político del término. Considerando estos aspectos, las decisiones que uno toma, los canales que elige, lo que uno valida o deja de validar, influyen significativamente en quiénes decidimos ser –cómo decidimos aparecer– entre los otros.
Inundar, por su parte, no significa otra cosa que renunciar a estos posibles significados: estar por estar, por el vicio de ser notado o, como ya decíamos, el miedo a ser olvidado.
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