[Por simple necesidad. De lo inútil de Julio Espinosa Guerra]. Por Ismael Gavilán
Ismael Gavilán, recientemente, en la casa-museo La Sebastiana, ubicada en Valparaíso, presentó el libro de poesía De lo inútil (Ed Candaya, Barcelona, 2017) del poeta chileno radicado en España Julio Espinosa Guerra. Para Gavilán, este libro indaga en "todo aquello que conforma un fin de siglo en fuga y la apertura
escéptica del nuevo milenio: la decadencia de la verdad como discurso afirmativo, los restos de memoria enraizados en una infancia anhelante, el cuestionamiento político de un pasado que pena en el presente, la oblicua facilidad que significa entender un idioma que se transforma, la hipócrita transparencia que desea borrar el conflicto entre el significado y el significante no sabiendo que en aquel gesto se nos hundiría la realidad con todos nosotros adentro".
Quien intente abordar o seguir la poesía chilena como una tradición coherente y continua, sin duda quedaría desconcertado al iniciar su lectura: las excepciones se constituyen en regla y el reconocimiento de “escuelas”, “movimientos”, “tendencias” o “generaciones” se vuelven conceptos que hay que manejar con sumo cuidado. Generalizar se convierte en un gesto equívoco que puede mostrar más la impericia lectora que una cierta sagacidad intuitiva. ¿Significa eso que nuestra poesía es imposible de ordenar, clasificar o al menos mapear para lograr entender su caudalosa y contradictoria aparición? Por supuesto que no y la crítica –llevada a cabo por lo general por los propios poetas– siempre ha intentado dejar en claro filiaciones, cercanías y diferencias, jerarquizando obras mayores y menores o estableciendo una constelación de diversas órbitas donde giran a contrapelo distintas maneras y formas de hacer y entender la poesía. Por otro lado, la tentación tan sugestiva de entronizar lo excepcional como marca mayor de un finalismo estético que asalta la rutinaria complacencia de las aguas institucionales de nuestro campo literario, siempre nos lleva a callejones sin salida, nos lleva a dibujar sospechosos grupos de interés y lo que, a mi juicio, es más perjudicial: el abandono de esa mínima, pero necesaria cuota de conciencia histórica que más de alguna vez se nos escapa o que dejamos para ocasión más propicia. Pregonar la genialidad de obras excepcionales para instituir un parnaso de notabilidades, deja mucho afuera y es mucho más excluyente que cualquier teoría clasificatoria de las academias de ayer y de hoy.
En este contexto que solo muestra lo dificultoso, pero estimulante de lo que significa leer nuestra poesía, se vuelve, al menos para mí, una premisa necesaria al intentar leer lo escrito por Julio Espinosa Guerra.
Nacido en 1974 y radicado en España desde hace ya casi veinte años, Espinosa Guerra podría ser considerado dentro de esa camada de poetas que publicaron sus primeras obras durante la década de 1990. Partícipe en diversas actividades que jalonaron esa década bastante movida –lecturas, encuentros, presentaciones de libros, una que otra revista– no era posible intuir originalmente la raigambre severa a la que derivaría su escritura. Ciertamente, hay poetas que nacen desde sus primeros textos, de cuerpo entero: su maravillosa relación con el lenguaje hace que este se transparente casi sin dificultad en logros formales y estilísticos casi desde el inicio mismo de su aventura. Los poetas de los noventa no fueron la excepción: pasados más de veinte años desde aquellos plazos, pienso en esos primeros libros, sin duda decisivos para una escena poética que se estaba reconstituyendo luego de la dictadura y que, digan lo que digan los milenaristas y santones que vinieron después, son notables maneras de encarnar un lenguaje que se quiere diverso, problemático y sediento de memoria y experimentación. Pienso en La rosa del mundo de Javier Bello, El árbol del lenguaje en otoño de Andrés Anwandter, Señor del vértigo de David Preiss, La insidia del sol sobre las cosas de Germán Carrasco, Pájaros lágrimas de Enoc Muñoz, El árbol donde envejece la muerte de Marcelo Pellegrini, Metales Pesados de Yanko Gonzalez, El Apocalipsis de las palabras, la dicha de enmudecer de Armando Roa Vial, entre varios otros más.
Pero sin duda hay otros poetas que, como diría el viejo Gonzalo Rojas, “se demoraron”. Sus primeros libros fueron más bien tanteo y búsqueda, confirmación individual del oficio y laboratorio para explorar límites y proyectar necesidades. Como lectores gustamos más de sus libros posteriores, pues por un arte de paciencia, ascetismo y pelea con los demonios de la escritura, lo que vino después sin duda que responde con creces a la exigencia inicial de apostar por la poesía como labor perentoria.
Me parece que Julio Espinosa Guerra pertenece a este segundo grupo de poetas. Ciertamente antes de su partida a España a inicios del nuevo milenio, había publicado ya 2 libros: Cuando la rosa aún no existía y La soledad del encuentro; pero lo que creo le otorga carta de ciudadanía plena en el reino de la poesía chilena viene después, con sus tres últimos libros: NN de 2008, Sintaxis Asfalto de 2010 y La casa amarilla de 2013. En todos ellos, distintos entre sí en factura, visión y densidad expresiva, se despliega algo que ha ido caracterizando la escritura de nuestro autor: una paulatina y cada vez más severa intensidad para cuestionar el lenguaje desde sus premisas formales y existenciales. Ahora bien, me explico un poco para evitar cualquier equívoco. Si bien Espinosa Guerra posee una natural afinidad amical y hasta de comprensión de lo poético que hace de lo experimental y exploratorio una de sus marcas –no en vano es amigo y cómplice de poetas tan notables en esto como el español Benito del Pliego y el chileno residente en el extranjero Andrés Fischer, por ejemplo–, el modo de abordar la escritura de Espinosa Guerra, más bien es un deslinde que desde dentro de una sintaxis familiar y reconocible, nos hace meditar acerca de sus estructuras interiores, de sus fantasmas que quisieran pasar desapercibidos, evidenciando la fractura de la experiencia a la luz de una aparente normalidad expresiva. Soy categórico: la poesía de nuestro autor no se aventura en la exploración que pretende modificar el significante desde su hechura –o desde afuera–, sino que se plantea la agónica pregunta de si acaso las formas heredadas del lenguaje pueden aguantar aún los cuestionamientos que el mundo en su desquicio plantea desde el interior mismo de las palabras, pero sin destruir todavía el edificio en que habitan, es decir, el poema.
Bajo esta premisa los libros de Espinosa Guerra van morosos en indagar todo aquello que conforma un fin de siglo en fuga y la apertura escéptica del nuevo milenio: la decadencia de la verdad como discurso afirmativo, los restos de memoria enraizados en una infancia anhelante, el cuestionamiento político de un pasado que pena en el presente, la oblicua facilidad que significa entender un idioma que se transforma, la hipócrita transparencia que desea borrar el conflicto entre el significado y el significante no sabiendo que en aquel gesto se nos hundiría la realidad con todos nosotros adentro.
Este nuevo libro de Espinosa Guerra, titulado De lo inútil, plantea nuevamente todo eso, en una reiteración intensa, con lo que su escritura ha ido desarrollando en los últimos 15 años. Organizado en tres secciones –“Elogio de la piedra”, “Cosas que hay que decir”, “Trasluz”– este nuevo libro desea vérselas con un lenguaje que apela a diversos niveles de sentido. Será de aquel modo, que la primera sección –que a mi modesto parecer puede ser leída como un poema extenso fragmentado en 11 estancias, estrofas o partes– nos plantea en su economía –versos de no más de 12 sílabas, versos en los que se asoma la elipsis de manera sugestiva, versos que no desbordan el poema más allá de una veintena, siendo que lo más concentrado intensifica breves fragmentos de no más de 3 o 4 versos–, nos plantea, digo, un cuestionamiento de la razón de ser del lenguaje mismo. Pienso, por ejemplo en el siguiente puñado de versos que por sí mismo constituye toda una unidad:
La segunda parte del libro desde su título es aclaradora: “Cosas que hay que decir”. A contrapelo de la primera parte, parece ser que acá nos encontramos con un modo perentorio de no callar o, más bien, un modo perentorio de saber decir sin gestos estentóreos. Acá, el poeta amplía la escueta economía de la primera sección y vemos que aparecen coordenadas que nos llevan al universo de lo cotidiano: una caminata, un levantarse, un reflexionar acerca de las cosas que acaecen en el mundo, el recuerdo de aquellos que ya no están –los muertos del Holocausto–, en definitiva, por todos aquellos ámbitos que se prestan y son requeridos como necesarios para que no abandonemos la cabalidad de nuestra propia existencia. Por otro lado, en los poemas de esta sección no hay la pretensión de establecer una unidad rigurosa: son poemas que están entrelazados de modo deletéreo, rapsódico, pero que dejan entrever a esa cotidianidad como lo “inútil”. Una poesía que se aleja de los grandes gestos y retorna a lo breve, pequeño, común y privado. El poema titulado, justamente, “Lo inútil”, bien puede fungir como una aclaratoria poética no solo de esta sección, sino del libro entero. Enfatizo los siguientes versos:
La tercera parte, “Trasluz”, nos lleva como al reverso de lo planteado en las partes precedentes. No niego que es la sección que más me sedujo y esto, por la confirmación de lo que manifestaba más arriba. Acá Espinosa Guerra lleva a cabo su trabajo más preciado, sabe ponerse dentro del poema para desmontar desde su interior las pretensiones de sentido que se podrían cristalizar en la bien pensante sintaxis que nos hace creer que la comunicación es algo transparente y que siempre alude a su propio referente. Pienso por ejemplo en los siguientes versos:
Por simple necesidad. De lo inútil de Julio Espinosa Guerra
Quien intente abordar o seguir la poesía chilena como una tradición coherente y continua, sin duda quedaría desconcertado al iniciar su lectura: las excepciones se constituyen en regla y el reconocimiento de “escuelas”, “movimientos”, “tendencias” o “generaciones” se vuelven conceptos que hay que manejar con sumo cuidado. Generalizar se convierte en un gesto equívoco que puede mostrar más la impericia lectora que una cierta sagacidad intuitiva. ¿Significa eso que nuestra poesía es imposible de ordenar, clasificar o al menos mapear para lograr entender su caudalosa y contradictoria aparición? Por supuesto que no y la crítica –llevada a cabo por lo general por los propios poetas– siempre ha intentado dejar en claro filiaciones, cercanías y diferencias, jerarquizando obras mayores y menores o estableciendo una constelación de diversas órbitas donde giran a contrapelo distintas maneras y formas de hacer y entender la poesía. Por otro lado, la tentación tan sugestiva de entronizar lo excepcional como marca mayor de un finalismo estético que asalta la rutinaria complacencia de las aguas institucionales de nuestro campo literario, siempre nos lleva a callejones sin salida, nos lleva a dibujar sospechosos grupos de interés y lo que, a mi juicio, es más perjudicial: el abandono de esa mínima, pero necesaria cuota de conciencia histórica que más de alguna vez se nos escapa o que dejamos para ocasión más propicia. Pregonar la genialidad de obras excepcionales para instituir un parnaso de notabilidades, deja mucho afuera y es mucho más excluyente que cualquier teoría clasificatoria de las academias de ayer y de hoy.
En este contexto que solo muestra lo dificultoso, pero estimulante de lo que significa leer nuestra poesía, se vuelve, al menos para mí, una premisa necesaria al intentar leer lo escrito por Julio Espinosa Guerra.
Nacido en 1974 y radicado en España desde hace ya casi veinte años, Espinosa Guerra podría ser considerado dentro de esa camada de poetas que publicaron sus primeras obras durante la década de 1990. Partícipe en diversas actividades que jalonaron esa década bastante movida –lecturas, encuentros, presentaciones de libros, una que otra revista– no era posible intuir originalmente la raigambre severa a la que derivaría su escritura. Ciertamente, hay poetas que nacen desde sus primeros textos, de cuerpo entero: su maravillosa relación con el lenguaje hace que este se transparente casi sin dificultad en logros formales y estilísticos casi desde el inicio mismo de su aventura. Los poetas de los noventa no fueron la excepción: pasados más de veinte años desde aquellos plazos, pienso en esos primeros libros, sin duda decisivos para una escena poética que se estaba reconstituyendo luego de la dictadura y que, digan lo que digan los milenaristas y santones que vinieron después, son notables maneras de encarnar un lenguaje que se quiere diverso, problemático y sediento de memoria y experimentación. Pienso en La rosa del mundo de Javier Bello, El árbol del lenguaje en otoño de Andrés Anwandter, Señor del vértigo de David Preiss, La insidia del sol sobre las cosas de Germán Carrasco, Pájaros lágrimas de Enoc Muñoz, El árbol donde envejece la muerte de Marcelo Pellegrini, Metales Pesados de Yanko Gonzalez, El Apocalipsis de las palabras, la dicha de enmudecer de Armando Roa Vial, entre varios otros más.
Pero sin duda hay otros poetas que, como diría el viejo Gonzalo Rojas, “se demoraron”. Sus primeros libros fueron más bien tanteo y búsqueda, confirmación individual del oficio y laboratorio para explorar límites y proyectar necesidades. Como lectores gustamos más de sus libros posteriores, pues por un arte de paciencia, ascetismo y pelea con los demonios de la escritura, lo que vino después sin duda que responde con creces a la exigencia inicial de apostar por la poesía como labor perentoria.
Me parece que Julio Espinosa Guerra pertenece a este segundo grupo de poetas. Ciertamente antes de su partida a España a inicios del nuevo milenio, había publicado ya 2 libros: Cuando la rosa aún no existía y La soledad del encuentro; pero lo que creo le otorga carta de ciudadanía plena en el reino de la poesía chilena viene después, con sus tres últimos libros: NN de 2008, Sintaxis Asfalto de 2010 y La casa amarilla de 2013. En todos ellos, distintos entre sí en factura, visión y densidad expresiva, se despliega algo que ha ido caracterizando la escritura de nuestro autor: una paulatina y cada vez más severa intensidad para cuestionar el lenguaje desde sus premisas formales y existenciales. Ahora bien, me explico un poco para evitar cualquier equívoco. Si bien Espinosa Guerra posee una natural afinidad amical y hasta de comprensión de lo poético que hace de lo experimental y exploratorio una de sus marcas –no en vano es amigo y cómplice de poetas tan notables en esto como el español Benito del Pliego y el chileno residente en el extranjero Andrés Fischer, por ejemplo–, el modo de abordar la escritura de Espinosa Guerra, más bien es un deslinde que desde dentro de una sintaxis familiar y reconocible, nos hace meditar acerca de sus estructuras interiores, de sus fantasmas que quisieran pasar desapercibidos, evidenciando la fractura de la experiencia a la luz de una aparente normalidad expresiva. Soy categórico: la poesía de nuestro autor no se aventura en la exploración que pretende modificar el significante desde su hechura –o desde afuera–, sino que se plantea la agónica pregunta de si acaso las formas heredadas del lenguaje pueden aguantar aún los cuestionamientos que el mundo en su desquicio plantea desde el interior mismo de las palabras, pero sin destruir todavía el edificio en que habitan, es decir, el poema.
Bajo esta premisa los libros de Espinosa Guerra van morosos en indagar todo aquello que conforma un fin de siglo en fuga y la apertura escéptica del nuevo milenio: la decadencia de la verdad como discurso afirmativo, los restos de memoria enraizados en una infancia anhelante, el cuestionamiento político de un pasado que pena en el presente, la oblicua facilidad que significa entender un idioma que se transforma, la hipócrita transparencia que desea borrar el conflicto entre el significado y el significante no sabiendo que en aquel gesto se nos hundiría la realidad con todos nosotros adentro.
Este nuevo libro de Espinosa Guerra, titulado De lo inútil, plantea nuevamente todo eso, en una reiteración intensa, con lo que su escritura ha ido desarrollando en los últimos 15 años. Organizado en tres secciones –“Elogio de la piedra”, “Cosas que hay que decir”, “Trasluz”– este nuevo libro desea vérselas con un lenguaje que apela a diversos niveles de sentido. Será de aquel modo, que la primera sección –que a mi modesto parecer puede ser leída como un poema extenso fragmentado en 11 estancias, estrofas o partes– nos plantea en su economía –versos de no más de 12 sílabas, versos en los que se asoma la elipsis de manera sugestiva, versos que no desbordan el poema más allá de una veintena, siendo que lo más concentrado intensifica breves fragmentos de no más de 3 o 4 versos–, nos plantea, digo, un cuestionamiento de la razón de ser del lenguaje mismo. Pienso, por ejemplo en el siguiente puñado de versos que por sí mismo constituye toda una unidad:
“La palabra piedra
en el hocico mojado de mi perra
se hace pez”.
Acá, una transfiguración que va desde un objeto a otro (de una palabra a una materialidad palpable) y que deja en suspenso la posibilidad del decir humano. O en otro fragmento, brevísimo, donde el cuestionamiento se traduce en conocimiento: en el hocico mojado de mi perra
se hace pez”.
“Te regalo una piedra
Por favor
entra en ella
conoce el mundo”.
Sin duda, en esta sección, la analogía del lenguaje con la piedra establece un ámbito de significados posibles que van desde considerarlo como algo petrificado, hasta llegar a estimarlo, todavía, como cantera de eventuales experiencias. Por favor
entra en ella
conoce el mundo”.
La segunda parte del libro desde su título es aclaradora: “Cosas que hay que decir”. A contrapelo de la primera parte, parece ser que acá nos encontramos con un modo perentorio de no callar o, más bien, un modo perentorio de saber decir sin gestos estentóreos. Acá, el poeta amplía la escueta economía de la primera sección y vemos que aparecen coordenadas que nos llevan al universo de lo cotidiano: una caminata, un levantarse, un reflexionar acerca de las cosas que acaecen en el mundo, el recuerdo de aquellos que ya no están –los muertos del Holocausto–, en definitiva, por todos aquellos ámbitos que se prestan y son requeridos como necesarios para que no abandonemos la cabalidad de nuestra propia existencia. Por otro lado, en los poemas de esta sección no hay la pretensión de establecer una unidad rigurosa: son poemas que están entrelazados de modo deletéreo, rapsódico, pero que dejan entrever a esa cotidianidad como lo “inútil”. Una poesía que se aleja de los grandes gestos y retorna a lo breve, pequeño, común y privado. El poema titulado, justamente, “Lo inútil”, bien puede fungir como una aclaratoria poética no solo de esta sección, sino del libro entero. Enfatizo los siguientes versos:
“(…) Cosas que nadie quiere,
eso que llaman lo inútil,
y que, alguna madrugada triste,
algún año lejano,
le prende fuego a nuestro corazón”.
Delante de esa presencia que se han difuminado, el poeta rememora y la traída a presencia de los seres y enseres de su afecto, se convierte en herida que anima la decaída desaparición que implica la pérdida de toda experiencia. eso que llaman lo inútil,
y que, alguna madrugada triste,
algún año lejano,
le prende fuego a nuestro corazón”.
La tercera parte, “Trasluz”, nos lleva como al reverso de lo planteado en las partes precedentes. No niego que es la sección que más me sedujo y esto, por la confirmación de lo que manifestaba más arriba. Acá Espinosa Guerra lleva a cabo su trabajo más preciado, sabe ponerse dentro del poema para desmontar desde su interior las pretensiones de sentido que se podrían cristalizar en la bien pensante sintaxis que nos hace creer que la comunicación es algo transparente y que siempre alude a su propio referente. Pienso por ejemplo en los siguientes versos:
“(…) Puedo sentir
mi garganta y su asfixia
el ahorcado que soy
sujeto de su flexible y ciega
membradura”.
Lo que me gusta de esta sección es que la puesta en sospecha de la referencialidad no se hace o efectúa con mala conciencia, para nada, menos con un gesto crítico que nos dejaría en los labios la sensación desasosegada de impotencia o escepticismo. Más bien, me parece que acá, el poeta apela a una eventual y aparente, muy aparente, simplicidad expresiva que nos hace ver las cosas de la realidad y la experiencia misma de la realidad como algo oblicuo, como algo que está al reverso de nuestra propia percepción. En esto, pienso, por ejemplo cuando escribe: mi garganta y su asfixia
el ahorcado que soy
sujeto de su flexible y ciega
membradura”.
“A lo lejos
lluvia
y un despertar pesado
La certeza de que la muerte
es un buen lugar
para vivir”.
Sin duda es el mundo cotidiano de la segunda sección: acá hay vasos, lentes, habitaciones, animales, objetos, pero que no son aprehendidos con una severidad fenomenológica que nos los desee mostrar tal cual son en su desnuda pureza para que nos solacemos de su aparecer en tanto cosas. Más bien creo que se trata de otra cuestión: hacernos notar que esa mismas cosas no nos son dadas en la inmediatez y que, bajo su sencilla apariencia, se esconde algo más complejo, un nuevo mundo, un ángulo que no se nota a la primera, donde la concordancia entre las cosas, el lenguaje y la percepción no son necesariamente coincidentes y mucho menos equivalentes. El siguiente breve poema en prosa me parece decidor al respecto: lluvia
y un despertar pesado
La certeza de que la muerte
es un buen lugar
para vivir”.
“Entender que el café de las mañanas no es el café de las mañanas, sino un café –nunca el mismo, ni con la misma cantidad de café, ni de leche, ni de azúcar, ni de aroma– que una mañana –ni esta, ni aquella, ni la que será– bebemos con una boca, una lengua, unas células que no son las de ayer, ni serán las de mañana”.
Este gesto peculiar, Espinosa Guerra lo logra sin aspavientos, sin un lenguaje recargado, insisto, casi con la desnudez de la luz que se transmuta en palabras que se esparcen en el ritmo cotidiano: en el mirarse al espejo, en acariciar una mascota, en lavarse el pelo, en tomar una taza de café, en contemplar a la persona amada. Con este gesto, a pesar de todo lo que se nos pide a los poetas –ser críticos de la realidad, ser una especie de antropólogos o sociólogos de los hechos, compromiso político y cosas parecidas–, Espinosa Guerra nos manifiesta que hay que cosas que son intransables, entre otras, las cosas mismas, ¿acaso para describirlas y hacérnoslas asequibles, para que creamos que podemos cogerlas y hacerlas nuestras? Por supuesto que no, un poeta como él, en su largo camino recorrido, sabe que eso es iluso, sabe que el lenguaje es más opaco de lo que uno desearía creer. ¿Entonces, para qué? Creo que, simplemente, para hacernos recordar, como sucede en la última sección de su nuevo libro, que lo inútil, su gracia, su gratuidad, está en recordar que el lenguaje pertenece, a pesar de muchas cosas, a las propiedades de la magia. Y, en ese sentido, todo lo que digamos trae sus repercusiones insospechadas, pues nos hace creer en un mundo de posibilidad al que no solo hay que constatar, sino que también imaginar y hasta intuir.
Quilpué, invierno de 2018.
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