[Yacaré. Muestra poética taller Centro Cultural Manuel Rojas]
Yacaré. Muestra poética taller Centro Cultural Manuel Rojas
En mayo del 2017 difundí, bajo un programa probable de lecturas y temas, la invitación a un taller de poesía en el Centro Cultural Manuel Rojas, en Santiago de Chile. Su única exigencia estuvo implícita en el objetivo propuesto, doble y uno a la vez. Por una parte, en términos generales, conjeturar nuestras nociones de qué es poesía, a partir del diálogo en torno a las experiencias de lectura del grupo y sus expectativas frente a un repertorio variable de libros. De este modo, textura, imagen, ritmo, ironía, montaje, identidad, máscara tomaban lugar y turno a la par de imagismo, barroco, coloquialismo, vanguardia, política, género, realismo y así el trazo de un trayecto más bien disruptivo. Por otra, como objetivo central, nos propusimos desarrollar los proyectos de cada integrante a partir de la posición de esas nociones en las prácticas escriturales de cada uno, textos cuya divergencia fue fundamental como sesgo de la debilidad que en todo poema prevalece. El goce podía abrirse en esas conversaciones, rodearse o chocar, pero no detenerse en un modelo. Nuestros asentimientos contribuían a juntar estímulos, incomodidades consignadas o socavadas por cada uno y a escucharnos leer y recomendar, quejarse, ordenar o tomar distancia.
Esta breve muestra reúne una selección del trabajo poético de los miembros estables del taller y al igual que su título, tentativo como la suspensiva huella de una frase en medio de una conversación en medio de un festejo –según recuerdo–, solicita su extensión en los poemarios que inician o forman y en las relaciones que ellos trazan.
Para mí el valor de este taller está intrínsecamente vinculado al valor de la poesía, su vitalidad: la necesidad del poema como contrapunto o definitiva controversia frente a las síntesis de la propaganda y el mercado. Dicho de otro modo, estamos acorralados por la producción y el consumo, dos caras de la derrota cínica de lo político, sinsentido en el que la poesía es una mera vanidad, una etiqueta marginal de las reparticiones públicas de la cultura, un “rescate” periodístico, una carrera de extravagantes figuras a la medida de sus cuñas, etc., y todo ello es falso y mediocre, pero creo se subsana con la posibilidad de una auténtica comunidad en torno al ejercicio poético y literario. No una comunidad alternativa, al margen, ni el afiebrado sueño de una parcela que domine el valle para el dulce cultivo e intercambio de abastos, no la revolución subvencionada por el júbilo irresistible en los ojos del menor de los hijos que, bueno, salió artista, sino una a partir de la intersección, el cruce del tráfago en que vivimos, pagamos cuentas y nacen niños, enferman o mueren los abuelos, nos mentimos y atraemos y debemos e imaginamos una pausa. Y si decir esto es casi una renuncia, ella también se subsanaría en el hecho de hacer de ese cruce, mediante la permanencia o recurrencia a él, un espacio que module y objete los intercambios, una disposición crítica, una necesidad.
De esta manera, el poema no sería en sí mismo una liberación, sino una interrupción milenaria. “Imagina que caminas por el filo de un cuchillo” y a los lados de esa senda se adivina el desierto que peregrinó ciego al caer el día en que oye esa frase Edipo, sus pies rebanados. Oír es el verbo que da a la escritura impulso. Los poemas de esta muestra resuenan con ese rigor, lo convocan, pero no llaman solo a la poesía, sino mayormente al lenguaje en que literatura y época enfrentan la marea que somos.
Los poemas de Daniel Ahumada juegan con la elisión como elemento gravitante de la imagen, el blanco en torno a la grafía. La costa del desierto es el paisaje de esa tensión; sus personajes: camanchacos, lobos marinos, peces, parvadas o bañistas –animales también en superficie–; su alimento, carroña; su resultado, largas manchas en la calzada, lagartos traspuestos en vitrina o flores secas, prueba de la inadecuación soslayada de esos asentamientos: nidos ahogados por la innombrada vastedad, la sensación simultánea del cuerpo y el cadáver.
Carlos Leiton presenta parte de una colección que posee un cariz narrativo intervenido por la distancia irónica y la amalgama de las materias que los relatos energizan. Ese entusiasmo por la textura, el entramado accidental de la escritura, aquel énfasis de percusión y timbre que hasta los sesenta se llamó canto y pretendía grandes ademanes frente a una multitud y su destino; esa reunión y festejo porta un despliegue político descendido –con el espíritu de los tiempos– mediante las diferencias, resistencias y marginaciones que configuran las coordenadas sociales vulneradas por la inercia del autoritarismo, sus estandartes: pesados lastres en la cortina que trasluce los negocios del barrio. El animismo del detalle deriva, en los poemas de Leiton, en un movimiento al interior de cada escena, espacio en que lo reprimido se rebela, circula y brilla.
La vibración entre las imágenes concretas, mediante el corte del verso que va segregando la incertidumbre de múltiples nexos probables y el ritmo del fundido de una escena en otra, este procedimiento constituye el tono de Elvis Trango: pausado, nómade y de grandes saltos imperceptibles, como si al intensificar la imagen de lo mínimo preparara la transformación completa de su entorno. Su indagación remite a la mirada de una primera persona, cuyo plano nunca está del todo definido y oscila entre las gradaciones de su rostro y el paisaje que describe.
En largos versos, cuya cadencia relacional se agiliza con la suprimida puntuación, el temple de Liudmila Ortega configura con los objetos y sus nombres la experiencia de lazos afectivos situados en el trayecto “entre desiertos, tundras y palmeras a la orilla del estero” o suspendidos en “la maraña de apepés” y el recuerdo, contiguo a las tecnologías de la comunicación y registro. Estancos de un movimiento o virtualidad, estas opciones no se excluyen, sino que modulan en la escritura de Ortega distintos cauces: a veces, la enumeración en pos de una imagen múltiple o latente; en otros pasajes, la instantánea síntesis de una vida en “la redondez de la ternura” o “las invencibles bromelias”.
En la poesía de Gustavo Sotomayor, la aventura orientalista, el viaje y la trasposición de las máscaras del monólogo dramático derivan en la sinestesia de lo que la caravana rompe y carga: telas, amaneceres, estepas, hambre, jaulas y un inagotable etcétera desperdigado sobre la ausencia de diques gramaticales: “devanar mimbre en el lomo multitud / presionadas tres monedas sudan”. Caravana hilada por los acentos y las inflexiones del color de las sílabas, trazo reiterado del sonido, cuyo centro pareciera estar en el borde que la lidera, límite de la aglomeración sintáctica que al avanzar descubre actos y utensilios de los que toma posesión: el lenguaje como un dominio lanzado fuera de sí.
Yacaré es la circunstancia de estas escrituras hoy –hace algunos meses–, la huella de su reunión, pero sobre todo es tentativa del diálogo como impulso de la poesía hacia los innumerables sustratos que la pueblan y, luego, impulso hacia las posibilidades de los lenguajes que jadean arrastrados por la incesante producción, transformación y manipulación mediática y capitalista de sentidos instrumentales, imaginación que ha dejado muy atrás o debajo a las tradiciones del verso, pero no a sus efectos recursivos, en los que redunda vociferante o naufraga. Tal vez sea entonces, cuando la mirada respecto de la indagación poética sostiene al menos el doblez de lo inespecífico y lo propio, que su proyección social pueda aspirar a ser espacio y tiempo común, relación de las formas, estímulo convocante del pensamiento crítico. Esta veintena de poemas empuja en esa dirección.
Descarga Yacaré. Muestra poética taller Centro Cultural Manuel Rojas. Santiago de Chile: La calle Passy 061 / O mimeógrafo, 2018
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