[La palabra como mancha. Estuario de Víctor Alegría]. Por Diego Alegría

En la siguiente presentación de Estuario (Ril Editores, 2017) de Víctor Alegría, el poeta Diego Alegría Corona se pregunta: "¿Cómo podemos borrar los límites difusos entre la pintura y la poesía, entre la técnica pictórica y la técnica poética, entre la lectura de un cuadro y la lectura de un poema?".

La palabra como mancha. Estuario de Víctor Alegría

Ya sea en el tratamiento impresionista de Rilke en los Nuevos Poemas (1907-1908) o en el collage modernista de T.S. Eliot en La Tierra Baldía (1922), no solo la pintura constituye un modelo visual para la poesía, sino también sus técnicas y procedimientos. En el caso de la lírica chilena, Poemas árticos (1918) de Vicente Huidobro destaca por la estrategia del montaje en la cadena de imágenes creacionistas. Claroscuro (2002) de Gonzalo Millán, en cambio, se detiene en los cuadros de Caravaggio y Zurbarán para, desde el ejercicio de la écfrasis, reflexionar en torno al diálogo íntimo entre cuadro y espectador. Sin embargo, ¿cómo podemos borrar los límites difusos entre la pintura y la poesía, entre la técnica pictórica y la técnica poética, entre la lectura de un cuadro y la lectura de un poema?
En Estuario (2017), tercer libro de Víctor Alegría, arte, literatura y experiencia se entrecruzan en imágenes contenidas y transparentes, opacas y evocadoras, desplegadas en cincuenta poemas breves de variados registros. Ya sea en la misma orilla o en la de enfrente, el relato homérico y la tablilla romana dialogan con la poesía fresca de Leopardi y Bachmann, con el retrato sentido de Rembrandt y Bonnard, con la pintura profunda de Morandi y Juan Francisco González. De esa forma, todos los motivos se dirigen hacia una misma búsqueda vital, opuesta a la frágil velocidad del tiempo presente: lo desconocido como lo verdaderamente humano, como lo extrañamente familiar. Aparte de esta apuesta temática, Estuario asume el riesgo de instalar el poema breve no como instantánea fotográfica, propia de las poéticas hermanas de Gonzalo Millán, sino como pintura en miniatura. Desde un proceso inconsciente, pero también deliberado, tanto el gesto corporal como la materialidad de la pincelada impregnan la escritura poética de Víctor Alegría, escritura donde la palabra emerge sutil, aislada y difusa, como si se tratase del misterio de la mancha.

La palabra: luz del naufragio
Como la densidad del sol sobre una naturaleza muerta, la visión del lenguaje en Estuario envuelve la superficie de los poemas hasta penetrar sus oraciones, sus palabras, sus silencios. Desde una mirada jubilosa pero escéptica, el lenguaje se vislumbra como creación y fundamento de mundo, así como también se visualiza su carácter confuso e indefinido, porque, a medida que avanzamos y retrocedemos a lo largo de Estuario, la palabra aparece alada y abisal, luminosa y opaca.
Desde el poema “Latidos” (2), sabemos que la idea de dios no es más que la encarnación del lenguaje y el secreto de su poder creador. A partir del diálogo con la tradición bíblica, el texto destaca la invención y división de los elementos en el espacio como su vivificación en el tiempo, por cuanto la palabra “enumera / seres cosas signos” al igual que es “luminosa / cuando irradia el verbo”. Sin embargo, la construcción formal tanto del poema como del libro cuestionan este vínculo divino: la sucesión de imágenes, evocadas por sustantivos aislados y articuladas sin ningún verbo, parecen retardarse y suspenderse en una pausa sin tiempo, como en las estrofas “Cofre. // Corazón, cofre” (16). Debemos recordar que esta detención se produce en el espacio en blanco, entendido no como separación entre estrofas, sino como constituyente del texto. Es decir, más que el aislamiento de la palabra, es su diálogo con el silencio el que permite tanto el juego de metáforas y el despliegue de asociaciones, como el cambio desde el poema objetivista de Ensenada –segundo libro de Alegría– hasta el poema hermético de Estuario. Asimismo, junto a su búsqueda de la salvación a través del arte y lo cotidiano, sabemos que el hablante visualiza el lenguaje como fundamento vital y humano gracias al símbolo de la luz y la metáfora del corazón, por cuanto: “No conozco otra aurora. / No existe otra felicidad. // Palabras latidos”.
Somos testigos, entonces, de la dicha del lenguaje, pero también de su secreta confusión. En el poema “Aliento” (32), su naturaleza ambigua y germinal se manifiesta a través de imágenes etéreas y deliberadas: el aliento es lo acústico, lo leve y lo sugerente del lenguaje, mientras que la palabra, esa “ave de los labios”, “desborda // nace vuela”. Este sentido de ascensión se traduce, a su vez, en un viaje entre el día y la noche, entre lo diáfano y lo opaco, entre lo definido y lo difuso, donde “La palabra es todo y nada”.
Al igual que el problema comunicativo del lenguaje, tanto la sintaxis como la puntuación en Estuario nos desconciertan, pero siempre desde una elegante sutileza. En el poema “Islas” (38), la subordinación gramatical se pone en tela de juicio: “Si son opacas / las palabras // y fundamos / nuestro compromiso // en palabras”. El sentido, entonces, comienza a suspenderse y a reflejarse dentro de la delgada textura del poema: no sabemos si es la oración secundaria o bien la posterior cadena de sustantivos la que se vuelve la oración principal. A pesar de esta ambigüedad, existe un rasgo aún más desconcertante: la imagen de la isla representa no tan solo un territorio aislado y rodeado de océano, sino también el límite del sonido y la suspensión del silencio, el límite de la letra y la apertura de la página en blanco. El lenguaje constituye, entonces, oportunidad e imposibilidad de comunicarse, por cuanto la palabra es siempre doble: una mancha opaca, una “luz del naufragio”.

La mancha: un eco disperso
Ya sea una señal, una marca sucia o una malla de red, la palabra “mancha” ha heredado, desde el latín, su carácter plural (Gómez de Silva, 434). Si nos detenemos en estos significados, las nociones de límite y fragmento, de lo escondido y lo minúsculo parecieran ser raíces comunes. En el caso de la pintura, la mancha implica un gesto pictórico frente a la pureza del color. Si nos acercamos a una naturaleza muerta, el contorno de los objetos comienza a borrarse y la mirada se concentra en la materia del color y en el trazo de la pincelada, como si el cuadro fuese siempre una abstracción.
A lo largo de Estuario, la mancha se configura como señal de sentido, pero también como procedimiento fundamental en la emergencia de lo ambiguo. Al dislocar toda imitación de un modelo, la mancha rompe con la traducción directa del objeto o del cuadro, para incluir tanto la lectura atenta del espectador como la presencia de nuevos significados. La palabra, entonces, irrumpe la zona de lo opaco desde su propia luminosidad. En el poema “Morandi” (37), sabemos que, luego de una pausa, “las escuálidas flores” pierden su textura suave y su perfume fresco al transformarse, por efecto del modelo y del cuadro, en “rosas, ocres o marfil”. A partir de esta imagen, el origen de su indefinición pareciera ser enigmático. No obstante, el último verso del poema delimita una respuesta: no importa si es la mancha del pintor o la palabra del poeta, ambas formas se configuran como “signos”.
Más allá de una escritura declamatoria o discursiva, Estuario se detiene en la materialidad de la palabra: no tan solo en sus sonidos, sino también en sus límites con el silencio. Aislada y sin ningún verbo, el sustantivo comienza a dialogar con otros sustantivos, tal vez comunes o contradictorios, tal vez concretos o abstractos. En el poema “Dádiva” (48), la experiencia erótica no encuentra un modelo visual, sino que se pierde entre la atmósfera de lo nombrado y lo enmudecido, entre lo iluminado y lo opaco, sin encontrar nunca un referente. El amor, esa “plenitud de siempre”, se presenta como lo desconocido, como lo extrañamente familiar, apenas rozado por el lenguaje. Por esa razón, a lo largo del texto, el mar y el páramo, la noche y la mañana se instalan como un “eco disperso” (53), una cadena de metáforas que, al revés de la poesía nerudiana, no se abre a lo exótico y plural, sino a lo singular y esencial de la experiencia erótica.
Por sobre este tratamiento de la mancha como señal de sentido, su acepción más oscura y escondida comienza a instalarse. Como una malla de red, la palabra del poema inscribe la mancha del cuadro y la mancha del cuadro registra la impresión del referente. De esa forma, el pintor observa el modelo, el poeta lo contempla a través del cuadro y el lector lo interpreta a través de la pintura en el poema. En el texto “Paisaje de Morandi” (20), no sabemos si el referente es un pueblo antiguo, un campo mediterráneo o, simplemente, una abstracción. “El paisaje”, declara el hablante, “es toda la mancha / leve coloreada”, sentencia que inaugura, al mismo tiempo, el espacio subjetivo del espectador, donde tanto la lectura como la contemplación implican “un pensamiento en marcha”, un intento por ingresar en la zona de lo nombrado y lo enmudecido, de lo iluminado y lo opaco. Los textos de Estuario, entonces, se confunden con sus propias referencias literarias y pictóricas, hasta que el poema llega a ser el cuadro, y el cuadro llega a ser el poema: la mancha dentro de la mancha.

Diego Alegría Corona (Chile, 1994) Licenciado en Lengua y Literatura Inglesas de la Universidad de Chile. Autor de Raíz abierta (Libros del Pez Espiral, 2015). Ha recibido el Premio Municipal Juegos Florales Gabriela Mistral (Chile, 2012), fue finalista del Premio José María Valverde (España, 2014) y la Beca Taller de Poesía de la Fundación Neruda (Chile, 2017).

Bibliografía
Alegría, Víctor. (2017). Estuario. Santiago de Chile: Ril Editores.
Benjamin, Walter. (2009). Obras II. Madrid: Abada.
Bermúdez-Cañete, Federico. (2009). "Introducción". Nuevos Poemas. Rainer Maria Rilke. Madrid: Hiperión.
Gómez de Silva, Guido. (2013). "Mancha". Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Española. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.
Hoefler, Walter. (2014). "Presupuesto para una lectura de Claroscuro de Gonzalo Millán". Anales de Literatura Chilena 5.1.

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