[Apuntes sobre Perdigones, de Guillermo Riedemann]. Por Andrés Florit

El pasado viernes 7 de abril de 2017 se realizó en Santiago el lanzamiento de Perdigones (Ediciones Inubicalistas, 2016) de Guillermo Riedemann, en la ocasión el libro fue presentado por el poeta y editor de Overol Ediciones, Andrés Florit.

Apuntes sobre Perdigones, de Guillermo Riedemann

Una de las pequeñas prosas de Perdigones comienza así:
En el cruce de caminos, la progenitora encenderá un cigarrillo. El gesto, imitado años más tarde, será motivo de risa en casa de los anfitriones.
Esta escena me recordó un poco la película Fresas salvajes, de Ingmar Bergman, cuando el protagonista vuelve a la casa de veraneo de “los primeros veinte años de su vida”, y de pronto comienza a observar sus recuerdos desde afuera, como si estuviera viendo otra película. “No sé cómo sucedió, pero la claridad del día transformó en una especie de sueño las imágenes de mis recuerdos, que aparecieron ante mis ojos con la fuerza de un acontecimiento real”, dice el narrador en off, antes de mostrar al anciano mirando embobado a su joven prima que recoge fresas y, luego, coquetea con otro primo.
Entonces confundirás una cosa con otra. Un recuerdo y la imagen que pertenece a un sueño. Unas palabras escuchadas y otras encontradas en un libro, una boca que habla y unos labios que besan. Labios deseables, probablemente. Tal vez una joven desnuda a orillas del Danubio y una igual de hermosa que nada en el Trankura
dice la voz en off de Perdigones, en otro pasaje del libro. Se superponen tiempos, se superponen lugares, un río que atraviesa Europa y otro que atraviesa la Araucanía. Se buscan las palabras exactas para construir una memoria particular, que sobrepase lo privado o individual. En este sentido, el epígrafe de Primo Levi, un sobreviviente de Auschwitz, marca el tono de esta exploración: “Los destinos individuales carecen de importancia”.
Y, sin embargo, hay un sujeto que regresa al lugar de nacimiento y, desde ahí, construye esa memoria, a ratos prospectivamente, es decir: tiene recuerdos del futuro, sabe lo que va a pasar porque ya lo vivió. Pero no lo narra de forma anecdótica ni lineal, sino en un cierto estado de trance, en el que a veces hay cruces de caminos entre lo vivido y lo soñado. No hay nitidez, aunque se imponga el deber de “recordarlo todo”, porque “la memoria debe ser como una piedra, una roca que no desgastan ni las aguas ni los vientos de cualquier lugar del mundo”.
Pero una cosa es la memoria y otra cosa es el lenguaje. Son interdependientes (no hay memoria sin lenguaje ni lenguaje sin memoria) y podría decirse que son uno, aunque no sean lo mismo; lo importante es que, tal como en el amor, en ningún caso uno es el instrumento de la otra. Uno de los desafíos de la poesía es dar cuenta de esa tensión y buscar sobreponerse a los malentendidos y sobreentendidos cotidianos, para poder hablar y no ser hablado por el lenguaje. En ese sentido, el hallazgo de los perdigones, que sostienen el libro en su doble acepción de perdices nuevas y granos de plomo de la munición de caza, es una imagen eficaz para adentrarse en la confusión y distinguir: “Pocos años después recogerás perdigones desplumados a la orilla del camino o en los jardines del pueblo. La perdiz y la escopeta hacen bien su trabajo”.
El hecho de que los perdigones puedan morir atravesados por perdigones, una idea que no se dice así, de manera explícita, pero que aparece en la cabeza de quien lee a medida que avanza en las páginas, revela un rasgo importante de la memoria que se va construyendo aquí. No está presente esa nostalgia descontextualizada y plácida que cultivan algunos seguidores despistados de Jorge Teillier, tampoco hay eslóganes ni consignas. Sí hay procedimientos que se podrían asociar a la obra de Enrique Lihn y otros poetas obsesionados con el lenguaje y la desmantelación de lugares comunes; sin decirlo, retruca un refrán o utiliza otro fuera de su contexto habitual y a veces roza el humor negro, como en el fragmento que termina “y las bombas recordarán tiempos mejores”; no hay humor en el tono, sino que predomina la melancolía.
En Perdigones, la superposición de distintas personas gramaticales, desde la primera a la tercera, pasando por una segunda con la que el sujeto pone distancia de sus propios recuerdos, sueños o visiones, genera diversas encrucijadas que reflejan bien los caminos torcidos que puede tomar la memoria o el presente. Me permito copiar completo un fragmento que habla mejor que yo de sí mismo:
Si el podador no toca las ramas bajas, un bosque de pinos puede ser un laberinto. Cuando se rompe una granada seca, suena como madera que se parte. La busco con la mirada, puede ser cualquiera. Siempre silbo y escucho las respuestas del viento. Esta vez no voy a silbar. Miro las púas que cubren la tierra. En este momento sería un alivio oír nada, un alivio inútil pues el estampido resuena en todo el cuerpo. En la cabeza repite amenazas, y desde allí no se ve salida posible.
A veces, el uso de ciertos verbos (como “verás”), puede traer también el eco profético-mesiánico de autores a los que este libro, según mi parecer, se opone, pues aunque puedan compartir temas o intereses, no leo mesianismo ni profecías generalizantes en el uso de los verbos de Perdigones, ni en su voluntad de hablar, desde un punto de vista personal, de destinos que no se reducen a lo individual. En ningún momento, tampoco, hay victimización del sujeto ni grandilocuencia en el tono. Aunque sí hay, a ratos, escopetazos, como la palabra cobarde que resuena un par de veces marcando su distancia política con los que optan por olvidar y a quienes advierte que de todos modos la memoria puede aparecer a mansalva y comportarse “como elefante en una cristalería”.
¿Cuáles son los principales elementos que constituyen este relato, en el regreso del sujeto a su lugar de origen? Junto con los bosques y el imaginario rural sureño, que aquí está saneado de romanticismos, es recurrente la aparición de murciélagos y cuervos que, según dicen, “sacan los ojos”, una referencia que no es casual: ante el dolor de ver, el narrador llega a declarar que bien podría arreglárselas “con buen olfato”. Más de una vez manifiesta la intención de apartar la mirada, de no querer volver a abrir los ojos. “Recordarás a la hermana que te levanta en brazos, tan alto como un pino tan alto que se mira todo de una manera nueva, aterradora, calibre 16”. Entonces cobra importancia el olfato: “Siempre sé dónde estoy, no me desorientan; todo tiene su olor, hasta los pensamientos”, e incluso también existe “el disimulado olor de la traición”. Por ahí se asocia a los cuervos y los murciélagos con las sotanas, pero también llama la atención que al declarar su desconfianza hacia los uniformes, diga: “Ni a los sacerdotes perdono”.
El “ni” es lo curioso, en tiempos de generalizado desprecio y lejanía de las instituciones católicas; el “ni” implica haber considerado la excepción de los sacerdotes en el orden de los uniformados, lo que ya es un gesto que aleja al sujeto de los vociferantes de verdades absolutas e incuestionables; pero la religiosidad presente en Perdigones no es uniformada ni institucional. Tiene que ver con la conciencia de la finitud y de los límites, también con nombrar y distinguir, y con la falta de certezas. Se atreve a rezar y pasa “exactamente lo contrario” de lo que pide: “aquello que no debe terminar se esfuma en un santiamén; lo que no debería suceder se repite y se alarga como la ausencia”. Como es posible apreciar, los temas siempre quedan subyugados a los hallazgos de la lengua, como ese “santiamén” que no podría haber sido utilizado en un lugar más exacto. Luego se ruboriza al escucharse rezar en voz alta y, en un final gracioso, termina enumerando los nombres de Lucifer hasta dormirse, pero eso mismo sigue siendo parte de una actitud religiosa, la que no le impide, en otro poema, agradecer que exista el azar o dejar hablar al sacerdote que llega a compartir con su familia un almuerzo de domingo: “Hemos muerto para el mundo, por eso el color de nuestra vestimenta, confiesa con un cuchillo carnicero en la mano”.
Volviendo a Bergman, alguna vez dijo que la idea detrás de Fresas salvajes era: “¿Podrías hacer una película sobre esto, que camines de manera real y que al abrir una puerta vuelvas a tu infancia y que al abrir otra vuelvas a la realidad y luego girar en una esquina de la calle y llegar a otro periodo de tu existencia?”. A su manera, este libro también da una respuesta afirmativa a esa pregunta.

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