[Presentación de Yakuza de Francisco Ide Wolleter]. Por Carlos Cociña

El siguiente texto, escrito por el poeta Carlos Cociña (Concepción, 1950), sirvió de presentación al libro Yakuza (Cinosargo Ediciones, 2014) de Francisco Ide Wolleter, lanzado el pasado 3 de septiembre.


Presentación del libro Yakuza de Francisco Ide Wolleter

Los epígrafes que encabezan un libro pueden entenderse como una insignia que se expone, por ejemplo, en la solapa, un pequeño detonante que quien lo lleva, exhibe ante los otros para indicar con qué tamiz se le propone mirar. En este caso, más que una insignia, es un tatuaje en el rostro, o uno muy visible, que señala una privilegiada entrada al libro, nada inocente, que propone el autor.
En Yakuza, la marca proviene de la televisión, de la serie que Raúl Ruiz realizó para Televisión Nacional de Chile en 2007, la cita es:
“-¿Qué lo trae por aquí?
- Las pocas muertes.”
La recta provincia (Raúl Ruiz)
Así nos ubica desde la pantalla chica, de un cineasta oficiando para un medio de comunicación de masas, para un país sudamericano, exponiendo mitos y leyendas del campo chileno, enmarcados bajo el título: La recta provincia. Título que a su vez utiliza Antonio Gil para su columna semanal en el diario Las Últimas Noticias, la versión popular de uno de los grupos periodísticos hegemónicos en el país. Es más, la Recta Provincia alude a una agrupación, del siglo XVIII, que congrega a un grupo de brujos asentados en Chiloé, por cierto como sociedad secreta. Mientras que por una parte el epígrafe se devela en medios de amplia cobertura, por otra hace alusión a lo secreto, y eso secreto es la violencia, la muerte, velada en este territorio, vigilado por el Invunche, junto al mar de las antípodas de la Yakuza.
Desde la primera línea del primer poema se nos insta a ubicar el espacio desde donde se habla, y al mismo tiempo de la casi imposibilidad de encontrar a quien escuche, violentados por las marcas secretas, pero visibles para quien conozca su derramamiento. Sin embargo la escritura en el cuerpo, sus signos visibles, se van develando por la descripción de sus imágenes, y aparece su gramática hipnotizada desde sus relaciones. Estas aparecen por el contraste entre el espacio del que dan cuenta y el espacio en que se está ahora. La historia del bestiario japonés y samurai, de tiempos de orígenes, y el ahora, en este siglo, en el desierto de Sudamérica procurando la subsistencia cotidiana, entre bestiarios que no se vislumbran, sino en su violencia cotidiana, en su atentado que comienza a borrar los vestigios, que aun así no pueden desaparecer, pues remiten a una Hiroshima constante que se despliega en estas otras playas de un siglo distinto.
Las imágenes que reaparecen son cuchillos ceremoniales que marcan su presencia, su deseo de destrucción, similares a los correos escritos y no enviados. Un deseo de comunicación hiriente, que no está en el otro lugar, sino que ahora.
Y de pronto aparece un poema, el cuarto, antecedido por el cuadro de Velásquez. Un icono absoluto de la visualidad europea, que es la antípoda de las imágenes que están sobre el cuerpo del inmigrante, desvaneciéndose con violencia en su desmembramiento, su borradura que chorrea, como el escurrir de las carnes humanas por radiación. Quizás en este caso, en el espacio de desierto seco de sequedad casi absoluta, lo que contrasta con la exuberancia de la imagen japonesa, y notablemente con los cuerpos polinésicos. Sin embargo, esta Venus de Velázquez está atacada con un cuchillo, un atentado real, marca, tatuaje veloz e incisivo que rasga la carne de la tela, un tatuaje que ya no lo es, en tanto destruye su soporte, en un acto similar a la destrucción por escurrimiento en el desierto de la piel, de quien arrancó de su territorio, de “la familia verdadera”.
Carlos Cociña, Francisco Ide e Ignacio Morales 
En la Venus de Velázquez, que se despliega en palabras, primero está el momento del cerebro en droga que es acosado por la metralla, y luego, el antes con la desaparición asesinada de todo el entorno primero, para iniciarse en la familia verdadera, con la que se compromete con la marca en el cuerpo, marca no biológica, sino pintura que se introduce y se hace emerger desde debajo de la piel, una cuchillada en la tela sobre la que se traza la imagen.
Sin embargo, de pronto, en el otro lugar, que es este, solo es posible observar el propio cuerpo, cuando un ave agorera hace aparecer la herida, el quiebre, la cicatriz en el agujero que reemplaza la luz. En ese escenario -una especie de holograma en movimiento-, las marcas de la piel se deforman, en tanto, en solitario se ejercitan las artes marciales que tuvieron sentido en el otro tiempo y que ahora escenifican a las diosas del espacio perdido.
Nuevamente un acto cotidiano, en este caso de la alimentación, se carga de sangre y rasga, y esa acción es parte de lo que se ha huido.
Las cartas que no se enviaron naufragan en la imagen de la piel descrita, pues se ha perdido el idioma, las referencias de ese otro espacio que solo se vislumbra en la ausencia de a quien se quiere nombrar, en la imposibilidad de una lengua ausente.
La actividad cotidiana, un traslado desde el origen y el deambular, que también es nocturno, se llena de referencias de lo dejado, e incluso en el nuevo emplazamiento, es posible develar las marcas escondidas, en tanto las nuevas meteorologías impiden el ocultamiento que ahora borra sus significados primarios.
La visión del despedazador de sus víctimas se genera y contiene imágenes que rescatan no la incisión en los cuerpos, sino su contraparte, el espacio de la naturaleza en frutos. Sin embargo, para reencontrar a la deseada, se usa como filtro lo natural embolsado, que al mismo tiempo es capaz de impregnar con su aroma y color todo el océano, que también es el camino del abandono.
Las marcas del cuerpo, su desmembramiento, pueden constituir el alimento de la ausente, lo que fue y que se desdeña.
Cada imagen conforma un tejido que contiene y oculta el cuerpo, un paño que es caníbal de sí mismo, y cuya historia está vacía pues no contiene sino que revela.
Este cuerpo oculto necesita, como deseo, dejar de caer en el aire, desde lo más alto, como ejercicio, como forma de arderse en sí mismo, un altazor deportivo, despojado de las marcas que se hizo en sí mismo para identificarse en crímenes que son propios, aunque ejecutados por encargo.
El espacio sudamericano de a poco empieza a invadir lo que se recuerda, y en esta otra visión, lo realizado aparece como imagen más cercana y bullente, donde la sangre pierde su presencia corporal para ser casi solo color en pirotecnias.
La segunda carta, nuevamente no relata lo que ahora ocurre, sino que es una descripción de lo pasado, como si esto ocurriera ahora, pero en este otro paraje.
El ahora es un tiempo que necesita registrarse en otras pupilas, antiguas, que permitirían ver, necesariamente ver, qué hay tras el color.
El reencuentro deseado solo se percibe como posibilidad en la transmutación de la materia, como fusión de lo que no pudo ser posible y que quizás nunca se deseó. Es una sustanciación otra la que permite el encuentro y en esa otra se percibe como deseo.
Los objetos, los utensilios se deterioran, desde los más simples, en tanto el cuerpo, que se transmite de uno a otro, aunque se mantiene, su entrega es en deterioro.
El trabajo en el arte es trabajo, y marca como el trabajo en el exterminio, trabajo y marca, deja una huella que en las catástrofes naturales sudamericanas se transforma en signos de una escritura por descifrar.
La recordada lo es como tal, y su huella está en las marcas que se infringe a sí mismo, trazos que en su disolución permitirían reconocerse, no tras ellos, sino en su escurrimiento.
Las marcas en el cuerpo, también ocurren en los otros espacios, espejos que con marcas volátiles, no dejan de llevar su propio horror, su estela de cenizas, su contenido de sangre y fuego.
En la tercera carta, las formas del lenguaje son extenuantes y navegar en ellas produce la convicción de su imposibilidad. Quizás habría que volar las palabras, pero su costo es imposible.
Todo acto de comunicación, incluso aquel más íntimo, más cerrado sobre sí mismo, la sexualidad, se realiza en la comunidad, en la exposición ante las marcas que cada uno lleva consigo o, más bien, que lo constituyen.
En lo más cotidiano, incluso en otro cuerpo, es posible escudriñar las formas de mirar perdidas, formas de mirar que estaban en otros ojos, los del otro, que permitían ver. No es el otro, sino desde dónde en el otro se miraba, lo que aparece en la situación cotidiana, y es en esa condición en la que se percibe la inmensidad de la pérdida.
Acechar la noche desde la noche, un animal en noche de luna, que se desplaza con su jaula, tiene el sentido de la paciencia, de la quietud de las expectativas que siempre aparecerán súbitas. Esta actitud tiene un único sentido, vivirla en tanto vampiro rebobinado, al acecho de sí misma.
El espectador frente al mar ni siquiera lo ve, trata de escudriñar su tablero, pero no sabe su juego. El juego está en otro lugar, en otro momento, en otro mar, que no está frente al mar.
Cuando se describe el estado de alerta, la imagen, además de los metales, fijos o en movimiento, expectantes, son los otros elementos, los alados, los sutiles, las formas vividas y de aire o en el aire, las que determinan la tensión, pues -y esto es una cita-: “vigilar es añadir a tu soledad la presencia de fantasmas”.
Nuevamente el mar se llena de presencias, ya no las antiguas, las rescatadas, sino las actuales, y ese mar, que tiene otras orillas, ahora se ve desde esta única orilla, y su presencia y movilidad solo se puede entender desde los sonidos y vaivenes de tierra adentro, de las profundidades de esa tierra, de los artefactos que movilizan los aires y susurran los vegetales. Un mar cuya agua y sonido tiene el espesor y consistencia de la tierra.
Las marcas pretenden ser indelebles, sin embargo su suporte será siembre feble. No hay soporte que se soporte a sí mismo, y por ello, toda incisión en él será pasajera. Incluso el rayo sobre el desierto cristalizará una especie de estatua de sal, que la propia luz y el calor, un rayo expandido, disolverá. O un mar arrasado en sí mismo.
En un poema, extraordinario, entre varios, el telépata es un francotirador que apunta no al cráneo, sino al pensamiento. Apunta al cerebro, un cerebro que se extiende por todo el sistema nervioso, pues no se piensa solo con el cerebro, se piensa con todo el cuerpo y, así, no es el entendimiento quien percibe, es también esa sensación que ubicamos o nombramos con el corazón. Cuando las formas de desprendimiento, de reducción en partes mínimas, persisten y mantienen irreductiblemente un algo que está en las partículas y que también no está en ellas, o está en ambas situaciones o en otro lugar, en el mismo momento. Allí se pueden borrar las cenizas, patearlas, y aquello aún persiste, allí ese tú sigue estando.
La última carta es la última posible, en tanto la fauna que protegía y envolvía el cuerpo es desgarrada por un punzante extravío, un estilete de realidad presente, de espasmos de la tierra, de violencia humana, que hace vivencia instantánea de lo que se huía, y por lo mismo, muerte en la violencia que se eligió y de la cual no se puede escapar.

Últimos textos
Aquí, Ide, Francisco, entra en el libro, en un Postfacio que sigue la huella de su apellido, en Japón, y su relato y comunicación con el piloto de autos de carrera, en un laberinto que deja sospechosas huellas de la Yakuza, y es el autor, Ide, quien es atrapado en la propia imaginería del hablante o escribiente de los poemas. Lo escrito invade la situación de quien escribe, instaurándose una niebla que copa ambos estados, una especie de ojo por ojo, que expande la visión.
Sin embargo, el último texto del libro, sitúa esta relación de espacios, sin posibilidad de distinguirlos, y en un texto extraordinario (“De cómo los yakuza me juraron lealtad eterna”), el camuflaje de los acechadores se apodera de las formas de percepción, a tal punto que la amenaza se transforma en cotidiana, de lealtad eterna para con el perpetrador de esta escritura, quedando amputado de lo que podría ser la o una realidad.

Carlos Cociña (Concepción, Chile, 1950). Poeta, autor de Aguas Servidas (1981), Tres canciones (1992), Espacios de líquido en tierra (1999), A veces cubierto por las aguas (2003), 71 (setenta y uno) (2004), Plagio del afecto (2010), El margen de la propia vida (2013). Visita su Web: Poesía Cero.

*Fotos: gentileza Cinosargo

Selección de poemas de Yakuza


INMIGRANTE


Abandoné la familia
por un ciber con tragamonedas
y sushi en el infierno

como un oso panda hipnotizado
en la ingesta interminable del bambú
mis dedos mutilados se consuelan

con mails que tecleo
y no te envío
y no te llegan.


LA VENUS DE VELÁZQUEZ

1
Me miras por el espejo retrovisor.
El sol del crepúsculo se ahoga en el alquitrán de tus gafas oscuras.
Llevas el rostro bronceado por pensamientos ágiles y venenosos
como dragones de komodo.

En la fuga el cerebro opera bajo el efecto de una droga.
El vehículo gira sobre su eje como el percutor de un revólver
en sesión de ruleta rusa y espiritismo.

Trozos de vidrio orbitan satelitales /
dardos de hierro que la piel imanta.

La cabeza incrustada al parabrisas
siete hachazos de metralla / lluvia de corales sobre tu cuerpo.

2
desfiguraron las flores del jardín
las macetas, el estanque de agua clara
asesinaron a mi mejor amigo a mi madre 
a mi padre a mi abuelo a mi perro ante mis ojos

yo de pie protegido tras el muro de la balacera
sin lágrimas bajo el diluvio de cenizas
con apenas un tatuaje al centro de la espalda

primera pieza de una máquina
en guerra con el mundo:

“Bienvenido a tu familia verdadera”.


PRIMERA CARTA

1
Mi aura es azul, supongo
como este barco ballenero que atraviesa
ríos de sangre obsequio del mar o de la noche.

Tengo la piel poblada de monstruos sin historia.

Ya no habito el lenguaje capaz de nombrar
ciruelos y katanas indistintamente.

Recuerdo el contacto de tu piel, la temperatura:
le han dado mis falanges mutiladas a los cerdos
mis dedos te recorren todavía entre jugos gástricos.

2
Montado en la ballena fratricida
todo lo que toco queda faenado

¿cómo subsistir con estas manos envenenadas
y esta lengua que sólo sirve para repetir tu nombre inútilmente
mujer mía, patria mía?



TELÉPATAS

No sé cuántos yenes pedían por mi cabeza
por el contenido de mi cabeza.

En ocasiones, sobre el techo o la ventana semicerrada
de algún edificio
veo todavía el reflejo de una estrella diurna:
catalejos, binoculares, cámaras.

Voy por la calle como hinduista
con el láser rojo del francotirador entre las cejas.

Cuando apuntan directo a la cabeza
no lo hacen a un sector específico de tu cráneo
quieren darle a un pensamiento: el francotirador es un telépata.

No sirve ocultar tu cuerpo, van a encontrar tu cuerpo.
La clandestinidad se trata de vibrar lejano
rastrear un pensamiento / borrar las huellas sinápticas
que lo generaron / dibujar rutas en el agua.

Nunca entendiste eso
o no tuve tiempo de explicarte.
Lo cierto es que jamás te asesinaron.
La primera bala que se incrustó, quirúrgica, efectiva
en tu cerebro, era para mi. Le apuntaron a la imagen
que tenías de mi en tu cabeza.

No has muerto.
Si abro el agujero repleto de cal en que te enterraron
no vas a estar.
Si abro la caja en que te metieron hecha pedazos
no vas a estar.
Si rajo el estómago de los peces que te devoraron en el fondo marino
no vas a estar.

No vas a estar incrustada en las muelas de los cerdos.
No estarás tampoco en el puñado de cenizas
que dejaron en la puerta de mi casa
como una especie de advertencia.

Yo barrí con mis pies un puñado de cenizas
y tú no estabas.

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