[Lo incondicionado, lo posible, lo real. Sobre Lumbre de ciervos de Emma Villazón]. Por Simón Villalobos Parada

Simón Villalobos Parada se pregunta frente a Lumbre de ciervos (2013) de la poeta Emma Villazón (Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 1983): "¿Por qué un autor debe pertenecer a un país? ¿Por qué debe agruparse con sus coterráneos?", pregunta que cede frente a la "libertad del impulso" poético y su intervención en lo real. Continúa con "Lo incondicionado, lo posible, lo real".



Lo incondicionado, lo posible, lo real. Sobre Lumbre de ciervos de Emma Villazón 

Correr, correrse, irse con la escritura que desborda o cava una grieta y entonces la habitación que el poema llenó de “perfiles, llaves, piernas de sombra”, como si el trayecto de sus aglomeraciones vaciara una cifra o clave en cada objeto, ese espacio o contención cede, es abierto por “incendios emanaciones sin letra” o “un río alzado en la voz”. La luz de los ciervos en la embestida, la sugestión de que en ese contacto habrá o hubo luz, y el viaje en torno a esa imagen son los extremos que tensan el tono de este poemario, forzando las concatenaciones del sentido entre la fijeza momentánea y el movimiento de las enumeraciones, la sintaxis que sigue y registra una figura perdiéndose más adelante o después, cada vez que el nombre quiere tomarla. Escritura por y contra el nombre, entendido como detención o presencia. Contra el nombre, anegándolo, la superficie de signos que se desfonda en actividad incesante:

por eso que restaña posee acusa
percute sume altera abrasa rechaza
en el hijo que vibra estatutos cuando
no hay mole que pegue –por los nacimientos
lumbres de ahogo planetas puentes
papiros que avizoramos

“¿Qué son labios? ¿Qué son miradas que son labios?”, estás preguntas del poema "Nocturno en que nada se oye" de Xavier Villaurrutia resuenan en Lumbre de ciervos. Ellas nos enfrentan al desplazamiento de los órganos perceptivos, cuyas señales se intensifican al no cumplirse, atrapadas en órganos tapiados, articulaciones atadas en la escena en que “nada se oye”, “la voz no suena” y “no hay brazos que tender”. La imaginación de ese imposible (labios que miran, miradas que prueban o saben) en Villaurrutia y Villazón -así como en la tradicional intersección mística y erótica- se da por el incompleto o insatisfactorio acuse sensitivo de aquello que se intuye, busca e inventa, llenando los blancos entre los trazos bosquejados.
En Lumbre de Ciervos no se da el reconocimiento o autoconocimiento de un cuerpo, sino la liberación y dispersión de sus sentidos (tanto de los aparatos perceptivos del sujeto, como de la significancia del objeto percibido), que se fugan de cosa en cosa y de un paisaje a otro. Conocer es, en esta escritura, empujar y medir luego la fuerza de ese impulso, recorriendo la consecuencia de este acto: la dinamización, expansión o contrariedad, en tanto pliegue sobre sí mismo, del tiempo y el espacio:

si no vienes, pienso
habrá que escudriñar pacientes la hora
de ir por el pan imprescindible –bajo acuerdos-
pareciera ser una cuestión de límites todo esto
o de imaginar los pasos que da una mente
en busca de otra –cierto correr
y entrar y salir y corrrerr(se) constantemente,
cierto gran correr adivinándose
entre poluciones de perros y calor

Erótica es la figura de lectura de estos poemas: pérdida y dispersión sensitiva en torno al objeto de la búsqueda, objeto parcial, fabulado también por el deseo de buscar. Pérdida y dispersión que "desitúa" los significados y, por tanto, desnaturaliza el repertorio de sentidos fosilizados en la lengua, ese fondo o fundamento convencional que garantiza la eficacia comunicativa. El sujeto, en ciertas pausas, reflexiona lúcidamente acerca de estos procesos de producción de sentido en contraposición a la inercia de la materia verbal, aconsejándose la necesidad de sacar su enunciación no sólo de la órbita de la comunicación, sino también de la aplastante prevalencia de ciertas tradiciones sobre la práctica literaria. Esto es muy claro en pasajes como el siguiente:

Sabés que trabajás con un ventarrón milenario y creídamente natural
que intenta juntar todas las partes a favor de la trascendencia
y sostener el bote que llaman Realidad

Sentís a ese invento pesado como una guillotina
sin autor       sobre tu figura líquida       anónima
      astral
sin cabeza
                  ni centro o unidad       (aunque con sombrero)

Pero se equivoca quien se dirija a Lumbre de ciervos como a un libro de tema erótico, incluso se equivoca quien se dirija a él como a un libro sellado en un tema que lo etiquete y ofrezca. Acá se oye decir que el poema es, “HABLA / y PASA”, es decir, no transa, no explica, no se suma al tráfago de los mensajes en la lógica que los domina, sino que marca sus contornos cortando del pensamiento unos retazos que luego despliega y hace sonar, probando su resistencia contra la materia que la escritura soporta y envuelve. Bajo este impulso de búsqueda y desborde los motivos se desdibujan: las señas de la hija, su hijo y, por ende, la madre, el espejismo completo de la familia, son los puntos, los versos nunca terminan de enlazar en un relato, sus imágenes quedan vibrando, como en aquellos fragmentos sin caída, ambiguamente narrativos, de Marosa di Giorgio. A su vez, el sujeto es arrastrado por este torrente significativo, transformándose a veces en objeto de su voz, a veces en una segunda persona que es descrita mientras medita (ironizando ese detenimiento: “vos, la claridad inmóvil”), a veces se diluye, fusiona o descansa en el plural u otras desaparece, se borra o pierde en la formualción impersonal, pues ya –como se declara en un breve paratexto- “Ni la autora” sabe quien habla.
Este desdibujamiento en pos de la libertad del impulso, la arbitrariedad y deslimitación de la búsqueda que Emma propone, se proyecta, políticamente, como crítica de las identidades nacionales, utilizadas como estancos administrativos de textos o autores. ¿Por qué un autor debe pertenecer a un país? ¿Por qué debe agruparse con sus coterráneos? (y esta pregunta podría ampliarse a las variantes génerico-sexuales, etarias, históricas o biográficas, que suelen servir como índices de la producción literaria, siendo la más nociva de ellas, por lo difundida y torpemente usada, la noción generacional). “La nacionalidad es inclusión y exclusión” dice Marina Tsvetáieva en la carta a Rilke incorporada en este poemario, y agrega que poesía es traducción de esa lengua (la materna, luego, la nacional por antonomasia) a otra propia, entonces, poesía es apropiación, alteración, creación, por ende, su finalidad no tiene porqué ser el descubrimiento de una identidad colectiva como síntesis histórica que el vate dará a conocer a un pueblo agradecido de su retrato, orgulloso de las categorías sumarias que lo clausuran. Digo esto pensando en el privilegiado objeto lírico que es Chile para los chilenos (críticos, académicos y poetas), una suerte de obsesión o habitar poético obediente a vanas formulaciones mediáticas, meros reflejos de la propaganda. Es cierto, la escritura puede ser elaborada para traficar los dividendos que las coordenadas nacionales entregan, y entonces los autores podemos transformarnos en postulantes a las plazas que la abulia de los estereotipos dispone en medio de la flojera crítica generalizada. Pero la propuesta de Villazón es polémica respecto de este mercado de valores nacionales que tasa y pone en circulación los productos artísticos según su representatividad o adherencia a un cierto eje identitario. La experimentación que se despliega en este libro trastoca las disposiciones con que la nacionalidad encierra a la escritura, pues el coeficiente crítico (y político) de esta poesía ahoga en su desmesura los sitios que el sentido común dispone para delimitar su ejercicio.
Lumbre de ciervos es un poemario lúcido en tanto mensura el exceso que resuelve su posición frente a su materia (el lenguaje) y reflexiona críticamente acerca de las dinámicas discursivas (políticas del texto) que modelan la producción poética en la actualidad. Pero esta escritura no agota su ánimo en estas cuestiones (fundamentales pero también tangenciales a su proyecto), sino que pasa y continúa sobre sí girando, hoyando nuevos suelos y texturas, errando las cosas que arrastra y mezcla, como si ese error e impulso, y la eventual ceguera que suponen, consistieran en delinear, extender y, en cuanto se aquieten sus márgenes, otra vez vulnerar “las nervaduras de lo posible”.

Comentarios