[Defensa del ídolo de Omar Cáceres: una reactualización de la Mística Negativa]. Por Manuel Naranjo Igartiburu
Autor de un libro difícil, "oscuro", de apenas 53 páginas, Omar Cáceres es uno de los poetas chilenos menos conocidos de la primera parte del siglo XX. Defensa del ídolo fue su único libro publicado, aunque Andrés Sabella cuenta que dejó una "colección de cuentos imaginativos" y una biografía del crítico Eliodoro Astorquiza. Para saber más sobre Cáceres, a continuación un minucioso texto escrito por Manuel Naranjo Igartiburu.
Defensa del ídolo de Omar Cáceres: una reactualización de la Mística Negativa
1. La muerte de Dios, el desierto y las vanguardias [1]
El vuelo de los dioses debe ser experimentado y soportado
Martin Heidegger
Las razones por las cuales una voz escritural o un determinado grupo poético importante no trascienden su tiempo o contexto de producción, siendo posteriormente olvidados o ignorados tanto por los estudios literarios como por los lectores, son variadas y complejas. Sin profundizar demasiado en el tema de la recepción de la poesía chilena durante el siglo XX es posible explicar estas sistemáticas exclusiones, sin jerarquizar y pretender abarcar todo el fenómeno, por el excesivo realce que la crítica literaria y el mercado editorial han hecho de ciertas figuras consagradas (el caso de Neruda es paradigmático en ese sentido), al papel social y político (extrapoético, por cierto) que estos autores renombrados han desempeñado en la sociedad lo que les ha dado una gran visibilidad pública, a los obstáculos existentes para acceder a textos publicados por editoriales independientes de limitado tiraje, o simplemente a la tendencia que tiene el canon literario chileno de silenciar o rechazar a todos los discursos considerados extraños, peligrosos o desestabilizadores, ya sea por su transgresión de los valores culturales, políticos, sociales y religiosos defendidos por las clases letradas o de poder o por su resistencia para ser comprendidos, clasificados (y domesticados) de acuerdo a los marcos teóricos e institucionales aceptados y establecidos.
Esta reflexión inicial surge a partir de la poética de Omar Cáceres (1906-1943), un poeta ya casi olvidado de un período de la historia literaria chilena denominado como “Segunda Vanguardia”, cuya obra compuesta por un único libro (Defensa del ídolo de 1934) ha sido históricamente calificada como “impenetrable”, “secreta” y “oscura”, es decir, destinada sólo para minorías compuestas por “iniciados” (juicio casi incuestionable que ha contribuido a su desconocimiento e incomprensión [2]). El presente trabajo pretende explicar o develar su cuestionado hermetismo por medio de la constatación e interpretación del vínculo que ésta establece con algunos lenguajes religiosos tradicionales, en especial con la llamada “Mística Negativa” de Pseudo Dionisio Areopagita. Dicha ligazón (que relativizaría también la supuesta ruptura con la tradición llevada a cabo por las vanguardias) se manifiesta de distintas maneras, entre éstas, la misma visión de Dios como lo radicalmente otro, como aquello que rebasa cualquier concepto e intento de representación; el uso continuo de la negación, la paradoja y la contradicción; la disolución del sujeto como reflejo de su inmersión o descenso en lo incierto, que es donde se halla el verdadero sentido de las cosas, paradójicamente; y la progresiva utilización de imágenes y elementos escatológicos tradicionales en un intento desesperado por dar cuenta de ese centro velado intuido, lo que convierte a sus textos en verdaderos campos de batalla entre imaginarios modernos y antiguos, en una irreconciliable dialéctica entre el nihilismo y la fe.
Ahora bien, esta conexión –que relaciona en perpetua tensión al mundo moderno con el antiguo que se niega a morir– no es exclusiva de Cáceres. Como numerosos estudios provenientes de distintos campos del conocimiento lo han demostrado en el último tiempo [3], en muchas de las expresiones del pensamiento y arte contemporáneo habitan de manera soterrada y fragmentaria una serie de elementos religiosos (imágenes, alegorías, etc.) procedentes de distintas tradiciones espirituales, sin los cuales no podrían haberse configurado ni tampoco comprenderse (sean éstos reactualizados en clave irónica o no). Esta situación, que puede darse de manera consciente o inconsciente, obedece principalmente al profundo proceso de secularización que la cultura occidental ha venido experimentando los últimos siglos producto del hipercriticismo de la razón, el que, entre otras cosas, ha desterrado la dimensión de lo sagrado y roto los puentes con el más allá, con la consiguiente “muerte” de Dios y desacralización de todo. Sin embargo, la persistencia de estos elementos sacros, de estos vestigios o restos de lo divino en diversas expresiones contemporáneas, demuestran que aún no ha penetrado en ellas (y en nosotros) la “hazaña” del deicidio, que seguimos sin ser capaces de experimentar verdaderamente la ausencia de Dios como ausencia (pese a que conozcamos el dato de su muerte), que todavía no podemos pensar nuestro universo sin la hipótesis de su existencia. Así, su “desaparición” ha extendido la sombra y el desierto por el mundo mas ésta no ha podido evitar su recuerdo y el deseo de reencontrarse con él, por más que ahora sea huella, nada y silencio.
No es de extrañar entonces que aquellas reflexiones filosóficas o artísticas, que por una u otra razón, han intentado referirse a tal centro vaciado o abismo tengan una estrecha relación con las operaciones “negativas” del lenguaje y la representación (referentes tanto a Dios como al sujeto) empleadas por las tradiciones, decididamente premodernas, de la Mística Negativa y de ciertas corrientes de la Cábala, las cuales, más allá de sus aparentes diferencias, tienen en común la tentativa de llevar el pensamiento hasta el límite, hasta una zona ciega donde la razón se pone en cuestión a sí misma con tal de expresar lo inefable, lo radicalmente otro.
En el caso de las vanguardias y particularmente del surrealismo, la permanente preocupación y/o reflexión en torno al lenguaje y sus posibilidades para representar aquello que se ubica en el límite de lo pensable por medio de imágenes paradójicas y la manifestación en el discurso de sujetos que tienden a fragmentarse y a desaparecer a medida que se internan en dicha frontera, no están demasiado lejos de la desposesión, de la desubjetivización de la lengua, del radical abandono de sí que postula una tradición mística para acercarse a Dios. Es este hecho el que ha llevado a afirmar a distintos investigadores, como Victoria Cirlot y Amador Vega, que en un contexto en que las religiones históricas estaban sumidas en una profunda crisis de representatividad y de significación no muy distinto del actual, ha sido el arte de las vanguardias el que ha asumido la naturaleza predicativa de los símbolos sagrados; el único que ha sido “capaz de preservar, en el interior de sus formas profanas, el elemento religioso de la conciencia humana” (Vega: 265), por medio de su lenguaje nihilista de la destrucción y la negatividad (tan similar al que propone el Areopagita para referirse a la Divinidad), el que paradójicamente muestra una asombrosa capacidad simbólica y sacramental para acoger al Misterio, a la pura alteridad (antes exclusivo derecho de los discursos religiosos).
2. Pseudo Dionisio Areopagita: el Dios sin verdad y la hipernegación
Pero, ¿quién es Pseudo Dionisio Areopagita y cuáles son los planteamientos de la Mística Negativa que Cáceres reactualizaría en su obra bajo ropajes modernos? Respecto al primer punto, señalar que el misterioso Pseudo Dionisio (probablemente un monje de origen sirio que vivió en torno al siglo VI d.C. y que adoptó su identidad de aquel ateniense convertido por san Pablo en el Areópago, allá donde se adoraba al Dios Desconocido, tal y como se narra en el cap. 17 de los Hechos de los Apóstoles) es el padre de la llamada mística “negativa” o “apofática”. Su sorprendente y singular obra (consistente en los tratados La jerarquía espiritual, La jerarquía eclesial, Los nombres de Dios y Teología mística, además de un total de diez cartas) ha sido últimamente “redescubierta” y valorada por importantes estudios que no sólo han demostrado la gran influencia que ejerció en la mística cristiana (desde Juan Escoto Eriúgena a Thomas Merton, pasando evidentemente por Meister Eckhart y San Juan de la Cruz), sino que ha sido considerada clave en la constitución del pensamiento de filósofos contemporáneos de la talla de Heidegger, Blanchot, Lévinas, Derrida, Vitiello y Nancy, entre otros, con los cuales ésta establece notables conexiones no siempre explicitadas o reconocidas [4].
En cuanto a lo segundo, decir que la Mística Negativa se refiere a una tradición teológica que reflexiona sobre Dios e insiste en que lo divino, al ser radicalmente trascendente, no debe ser aproximado a través de un lenguaje positivo sino a través del uso continuo de la negación, la paradoja y la contradicción, que enfatizan la inadecuación de todo lenguaje para capturar la trascendencia divina. Si bien el platonismo introduce algunos elementos importantes en la teología negativa (como el concepto de conocimiento a través de la abstracción y la purificación) es en el neoplatonismo que la vía negativa se articula de manera más explícita. Dice Zenia Yébenes al respecto:
La mística negativa emergerá, como tradición distintiva, en el encuentro entre este concepto neoplatónico de trascendencia del Uno y el concepto cristiano de la revelación de Cristo. El neoplatonismo cristiano oscila entre un Dios que se ha revelado al hombre a través de las Escrituras y de su encarnación; y un Dios neoplatónico, más allá del ser y del cual emana, jerárquicamente, la creación entera. En el neoplatonismo cristiano Dios es revelado como visible, legible, repetible (a través de la Escritura y la liturgia) y al mismo tiempo como el Uno trascendente, inefable e irreductible. Si Dios es simultáneamente revelado y trascendente, hay por lo menos dos maneras de referirse a Él: la catafática o positiva, que subraya lo que podemos decir de Dios a través de las Escrituras, de la liturgia y del estudio de la creación; y la apofática o negativa que subraya su absoluta trascendencia. Por un lado, Dios es inefable y, por otro lado, tiene muchos nombres; Dios es la afirmación de todas las cosas y simultáneamente su negación.
Es en este punto que el pensamiento del Pseudo Dionisio, que es la culminación de esta tradición, cobra importancia, especialmente porque estableció una tercera manera para referirse a Dios con el propósito de lograr una verdadera unión con Él, la que supuso una superación de la anterior aporía: la “hipernegación”. Si bien varios son los aportes que el Areopagita ha hecho a la teología cristiana (como el haber sido el primer autor en exponer una concepción jerárquica de la realidad, profundamente dialéctica y neoplatónica, donde ésta es vista como un movimiento divino de procesión y retorno), ha sido este modo de revelar lo inefable el que mayor impacto ha tenido en la historia de las religiones, trascendiendo incluso dicho ámbito para instalarse en cierta filosofía y en cierto arte que cuestiona permanentemente los límites del lenguaje y su capacidad para representar las experiencias de la alteridad.
Pero, ¿qué es la “negación de la negación” o “hipernegación”? Conforme a lo expuesto en Los nombres de Dios y Teología mística existen tres modos para referirse o nombrar a Dios, a los que hay que observar como enlazándose continuamente: el modo afirmativo o catafático, el modo negativo o apofático y finalmente el modo místico o hipernegación, los que respectivamente responden a su vez a tres estadios del progreso o ascenso del alma en su regreso hacia Dios: la purgación de la materialidad de los símbolos, la iluminación de la significación de los símbolos y la perfección por el abandono de la significación en ascensión a la próxima jerarquía, a un símbolo más alto. Cabe señalar que cada estadio está relacionado con la estructura epistemológica, de modo que la purgación es la remoción de la ignorancia, la iluminación es la recepción del nuevo conocimiento y la perfección es el abandono del conocimiento presente para progresar hacia la unión con Aquél que está más allá de todo lo concebible.
De acuerdo a este esquema, el lenguaje catafático es el que nombra o afirma algo de Dios mediante el uso de imágenes, símbolos y metáforas (provenientes especialmente de la Biblia) con el fin de unificar al hombre con los principios más elevados via analogiae. Este modo, que corresponde a “un momento de salida de sí y procesión de lo divino en el cosmos, y señalaría el éxtasis divino” (Yébenes: 54), afirma que Dios se ha auto-revelado en la historia y en todas las cosas que Él ha creado (siendo su punto culminante la persona de Jesucristo) y que por lo tanto las imágenes y símbolos (que no son simples reflejos de la realidad sino que son un acceso profundo al misterio de ésta) pueden ser la clave para descubrir su presencia.
El lenguaje apofático por otro lado “articula y promueve el movimiento de regreso del alma creada más allá de sí (hacia la trascendencia divina) y señala el éxtasis de la criatura” (Yébenes: 54). Contrariamente a la vía catafática, este modo (que niega lo que ha sido afirmado previamente) enfatiza el misterio inefable e inabarcable de Dios. Valora la experiencia de Dios por sobre el conocimiento. Puesto que Dios trasciende a cualquier cosa creada por Él, la mejor forma de conocerlo es mediante la negación y la tachadura. Al hablar de Dios, por ejemplo, es más apropiado decir “qué no es Dios” en lugar de “qué es Dios”. Finalmente, el lenguaje místico o hipernegación apunta “a la consumación inefable de una unión en la que la criatura se abandona a sí misma en el Dios que está más allá del Ser; señalando así el momento en el que el éxtasis divino (que llama a ser a todas las criaturas) y el éxtasis humano (que responde a dicha llamada) son uno” (Yébenes: 54). Este modo por lo tanto es el último estadio del movimiento anagógico que se venía gestando anteriormente, es la expresión conceptual y lingüística del reencuentro de Dios con el hombre, de su unión inenarrable. Pero, ¿cómo es posible hablar y pensar acerca de una trascendencia que se mostrará, por definición, inconcebible e inefable? ¿Cómo es posible superar la dialéctica positiva-negativa que establecían los anteriores métodos para hablar de Dios? Por medio de una negación de todo lo que ha sido negado, a través del abandono de todos los conceptos interpretativos, de un desconocimiento, de una kénosis, de un no-saber:
La negación dionisiana por lo tanto no es un simple reverso de la afirmación. La negación de la negación (que aquí hemos llamado “hipernegación” siguiendo a Zenia Yébenes que utiliza el prefijo híper para dar énfasis a la naturaleza trascendente de lo divino y para subrayar que ésta se trata de una segunda negación que escapa de convertirse en una doble negación –y en una síntesis– como sucedería en el caso de Hegel) tratará de apuntar a un Dios que es la causa de todas las cosas, pero no una cosa entre las cosas; a la fuente de todo ser, que sin embargo está más allá del ser y del no ser. Este radical abandono de toda operación intelectual, esta inmersión en las tinieblas que están más allá de todo lo que es concebible por el pensamiento humano, no debe interpretarse por consiguiente en sentido negativo, como si ésta fuera sólo privación o anulación. Al contrario, la hipernegación o no-saber constituye el conocimiento más adecuado para referirse y unirse a un Dios trascendente que muestra su irreductibilidad ante nuestras categorías de “verdad”. Si la teología catafática opera a través de las afirmaciones que se derivan de los seres causados, y si la teología apofática opera negando estas afirmaciones en un movimiento más allá de los seres creados, la teología mística “opera a través de una hipernegación que pretende ir más allá de la alternativa afirmación-negación. Este más allá apunta a lo que está radicalmente antes, indica la prioridad irreductible de la Causa frente a todo pensamiento, lenguaje o verdad” (Yébenes: 68). Esta anterioridad de la Causa trascendente ante cualquier oposición categórica y binaria entre la afirmación y la negación queda claramente establecida cuando el Areopagita señala que ésta:
A modo de conclusión, podemos decir entonces que la hipernegación dionisiana supondrá no sólo una ruptura radical con uno mismo, producto del abandono del yo y de toda operación intelectual para ver y conocer lo invisible y lo incognoscible (lo que hace que su discurso teológico vaya de la mano con una antropología negativa [5]), sino que también una puesta en juego incesante del lenguaje para representar a un Dios que se mueve de manera incomprensible entre la presencia y la sustracción (al igual que el ser humano que se halla suspendido entre su inmersión en lo imaginario y su movimiento hacia lo inimaginable). Como la trascendencia de los seres y el conocimiento (imposible) de Dios sólo se logra a través de la negación y del abandono del yo, la plenitud del lenguaje falla al tratar de capturar aquello que lo funda. El “yo” como el ser hablante, pensante y deseante que es, no está ahí para experimentar la unión mística, que solamente puede darse en la muerte. Como lo señala Zenia Yébenes “la unión mística que me consagraría, me priva, sin embargo, del poder de decir «yo» y me sumerge en el anonimato radical de una trascendencia irreductible” (Yébenes: 70) que obliga a volverse nómada del lenguaje sin poder encontrar domicilio en el desierto, lo que recuerda las siguientes palabras de Dios cuando Moisés le pidió que se revelara en todo su esplendor: “No puedes verme y seguir con vida” (Éxodo 33:20).
Esta ligazón implícita entre la comprensión dionisiana de la negatividad y la muerte obedece a que esta última es, como el Dios sin verdad, lo radicalmente otro, la pura alteridad. El deseo de conocerlo y de fundirse con Él es por lo tanto siempre un deseo de morir, de atravesar la distancia, de cruzar el último límite. Pero como la muerte y Dios rebasan cualquier tentativa de comprensión y de descripción (ya que ello supondría acceder a una realidad que está más allá de las palabras que la asedian) este deseo será siempre un agónico e imposible “morir sin morir”, será siempre un anhelo que nunca se podrá experimentar como un presente, ni en la conciencia, ni en el conocimiento, ni en el lenguaje, ni en la expresión: el desconocimiento místico de un Dios que es nada nos arroja hacia esa unidad imposible donde el yo no se reconoce al no ser el mismo, pero tampoco otro, permaneciendo interminablemente y devorado por un deseo inagotable en “la muerte misma, privado de la muerte” (Blanchot, Thomas el oscuro: 31).
De esta manera, la esencia de la mística dionisiana consistiría en pasar del lenguaje a lo indecible que se dice, en hacer visible por medio de la escritura la oscuridad de lo elemental, de testimoniar la presencia de la ausencia. Y sin embargo, esto no supone la dialéctica, porque de esta alternancia de contrarios en la que uno sumerge al otro, no se despeja ya un plan de pensamiento donde dicha alternancia se remonte y donde la contradicción se atenúe. Si el pensamiento tuviera que despejar este plan o elevarse a una síntesis, todavía permaneceríamos en el mundo, sobre el terreno de las posibilidades y de las iniciativas humanas, en la acción y la sensatez. El Areopagita nos arroja, sin embargo, a un margen donde ningún pensamiento puede arribar, nos arroja a lo impensable, a ese divino “rayo de tinieblas”, oxímoron infranqueable que crea una fisura en el lenguaje, recortando en él el lugar de un indecible.
3. Defensa del ídolo de Omar Cáceres: una renuncia de lo conocido para sumergirse en lo incierto
La configuración ficticia de esta expedición determinada por la experiencia de lo numinoso [7] se perfila nítidamente en estos memorables versos iniciales, los que no sólo anuncian los principales rasgos que caracterizarán a Defensa del ídolo y su posterior derrotero, sino que también la incertidumbre con que la que el sujeto del discurso se referirá a lo innombrable. La manifiesta e infructuosa intención por aprehender y representar lo que por definición es inasible e indescriptible se refleja en este poema tanto en el plano de lo discursivo (a través de la desarticulación sintáctica de una puntuación cortante que intensifica un ritmo extrañamente abrupto, intenso y disonante, ritmo que acentúa la dislocación del decir del sujeto, que distanciándose de la falsa estabilidad que ofrece el lenguaje convencional, intenta decir lo indecible) como en el plano de las imágenes, cuya permanente contradicción, aparte de revelar una tensa dialéctica entre la presencia y la ausencia, entre la fe y el escepticismo, establecen una sistemática ruptura con nuestros parámetros no sólo espaciales, sino que temporales de captación de lo real. Este desmoronamiento de la imagen usual del mundo que se presenta como un espacio terminal, desolado y catastrófico de “árboles caídos” donde “todo naufraga” por el influjo de una inundación permanente que adquiere por lo tanto los rasgos de un diluvio de resonancias bíblicas [8], es contrarrestado sin embargo por una serie de imágenes o espacios del “cobijo” (según el decir de Bachelard) en las que el sujeto del discurso intenta refugiarse o resguardarse de la confusión y el caos imperante, intento que no logra no obstante conciliar la dicotomía que se establece entre la devastación y lo que puede restaurar el orden perdido debido a que ambos movimientos se auto-anulan mutuamente, imposibilitando una síntesis que pueda atenuar la contradicción, al igual que la hipernegación dionisiana.
La primera de ellas es la “sombra ilimitada” en la que el sujeto del discurso “apacienta sus bríos” e intenta encontrar consuelo ante la catástrofe antes descrita. Ésta (que prefigura al “Ídolo ignoto” que interpretaremos más adelante) es interesante no sólo porque da cuenta de una dimensión trascendente, pero desconocida y oculta que se sustrae del accidentado devenir del mundo exterior (dimensión a la que por tanto es necesario descender para encontrar las tan esquivas respuestas), sino porque sus características suponen una directa inversión de los valores del imaginario, junto con un evidente paralelismo con el Dios sin verdad del Pseudo Dionisio. La transmutación aludida se produce por el hecho de que la usual connotación negativa que tiene este símbolo por ser aquello que se opone a la luz (tradicional símbolo del conocimiento y de lo divino de acuerdo al Régimen Diurno de la imagen explicado por Durand) es subvertida en este texto al ser considerada como una entidad positiva que puede cumplir la misma función de aquello que se contrapone a ella. Esta total inversión de la actitud representativa en la que la inmersión en la oscuridad es también un camino hacia lo sagrado, es decir, hacia aquello que puede aminorar el terror y la angustia que provoca el devorador paso del tiempo y la inminencia de la muerte (que ya anunciamos en una anterior nota al pie) es propia de lo que Durand denomina el Régimen Nocturno de la imagen, el que es indicativo de toda una mentalidad, o sea, de “todo un arsenal de procesos lógicos y símbolos que se opone radicalmente a la actitud diairética, al fariseísmo y el catarismo intelectual y moral del intransigente Régimen Diurno de la imagen” (Durand: 211). A diferencia de esta última constelación del imaginario que busca mediante la antítesis, el contraste y la separación exorcizar el inevitable fluir del tiempo y la muerte basándose en un juego de imágenes antagónicas (luz-oscuridad, día-noche, bueno-malo, alma-cuerpo, etc.), el Régimen Nocturno enfrentará las tenebrosas caras del tiempo a través de otra actitud imaginativa consistente en transmutar los ídolos mortíferos de Cronos en talismanes benéficos por medio de un proceso de eufemización (constituido por la inversión del valor afectivo atribuido a las caras del tiempo que dejan de ser amenazantes, pese a que de igual modo conservan un resto de su origen aterrador) y de doble negación (procedimiento en que lo positivo se reconstituye a través de lo negativo o en el que por una negación o un acto negativo se destruye el efecto de la primera negatividad, realizándose así un verdadero vuelco dialéctico en el que “ligo al ligador, mato a la muerte, utilizo las propias armas del adversario (..) y de este modo, simpatizo con la totalidad, o una parte, del comportamiento del adversario”, Durand: 211) [9]. De esta manera, el antídoto que utilizará el Régimen Nocturno para combatir el tiempo no será ya buscado en el nivel sobrehumano de la trascendencia y de la pureza de las esencias como lo hace el Régimen Diurno, sino que en la cálida intimidad de la sustancia, en las propias profundidades del ser, donde la noche reemplaza al día y la caída se eufemiza en descenso (lo que hace que las técnicas ascensionales sean reemplazadas por técnicas de excavación). La “sombra” a la que alude Cáceres debe interpretarse entonces como parte de una espeleología espiritual enmarcada en estas coordenadas y no como la expresión de un malditismo hermético y maniqueo que glorifica lo “tenebroso” en vez de lo “claro” de lo que supuestamente se excluye (achaque recurrente de la crítica). Al revés, una búsqueda como esta centrada en dar cuenta de lo radicalmente otro por medio del desplazamiento hacia lo que no es accesible para los sentidos y la razón permite superar la visión dicotómica de la realidad y estrechar por tanto el abismo que existe entre el yo y la alteridad. En ese sentido, que esta “sombra” en la que se busca refugio y consuelo sea “ilimitada” no indica, en consecuencia, una sumisión a un orden oscuro, inconmensurable y negativo que reniega de la luz, sino que lo desconocido, que lo otro es y será inaprensible para cualquier categoría de pensamiento por su ausencia de fronteras y referentes, situación que demanda un auto-sacrificio, un vaciamiento, una transformación interior basada en la renuncia de lo conocido en la que el “yo” aislado y racional debe morir para reintegrarse o unirse en la otredad donde las discontinuidades y diferencias se disuelven.
Pero es en la última estrofa del poema donde se revela con mayor precisión quién es o cómo se denominará definitivamente a ese ser auténtico anhelado que ya se venía anunciando por medio de la imagen de la “sombra ilimitada”: “Ídolo ignoto. ¿Qué he de hacer para besarlo?/ Legislador del tiempo urbano, desdoblado, caudaloso, / confieso mi autocrimen porque quiero comprenderlo”. Estos versos finales, que podríamos catalogar como capitales debido a que en ellos se sintetizan con absoluta claridad las razones que detonan este descenso en lo desconocido junto con sus alcances, confirman, que el viaje propuesto en Defensa del ídolo que inaugura este poema es una peregrinación o trayecto mediante el cual se pretende restablecer el vínculo roto o interrumpido con Dios o lo sagrado (un ídolo es en su definición más simple la imagen de una deidad a la que se adora puesto que contiene una verdad), intento de religación que no se afinca en ninguna convención religiosa en particular que pudiera condicionar la visión y comprensión de lo trascendente y que es fruto de una introspección radical y libre en la que se hace evidente la escisión del hombre de lo Único que constituye su verdadero hogar, situación que lo condena a la muerte y al desarraigo si no elimina las imágenes e ilusiones que lo ocultan y regresa a él.
Pero, ¿por qué el sujeto del discurso decide utilizar finalmente un concepto “estable” y “cerrado” como el de “ídolo” para referirse a lo divino y no otro que diese mejor cuenta de su radical otredad? Esta elección en una primera lectura no deja de sorprender, en especial si se considera que el ídolo es literalmente comprendido como “lo que se ve” (eidôlon), como lo representado y fijado por la mirada misma y por ello el fin de toda transparencia, de todo desbordamiento de lo visible hacia un más allá. ¿Por qué no usó por ejemplo el concepto de “ícono” que contrariamente acomete su representación de lo divino intentando volver visible lo invisible, en la medida en que convoca la mirada a sobrepasarse sin fijarse jamás sobre algo visible, pues lo visible no se presenta sino como paso a lo invisible? Respuesta: porque esta “idolización” conceptual de Dios (propia por ejemplo de aquella “ciencia” teológica cristiana –como la de Tomás de Aquino– que cree que éste es representable como objeto de la metafísica), le permite a través de su posterior negación o destrucción socavar esa concepción racional y pretenciosa de lo sagrado y demostrar la imposibilidad de reducir a Dios a nuestros esquemas de comprensión metafísica bajo la forma de una representación concreta y lógicamente establecida (realizando así un procedimiento similar a la hipernegación dionisiana). Es decir: el sujeto del discurso primero nombra o se refiere a Dios a través del concepto de “ídolo” (modo catafático), a continuación niega o anula las características recién expuestas de éste por medio del adjetivo “ignoto” que lo acompaña [10] (modo apofático), tensión irreconciliable entre ambas maneras de dar cuenta de lo divino que hace imposible llegar a una síntesis final y que invita a pensar en un Dios inconcebible e inefable, que si bien es la causa y fuente de todo, se muestra irreductible ante nuestras categorías de pensamiento al estar más allá de la afirmación y la negación, de la presencia y la ausencia (modo místico o hipernegación) [11].
De esta manera, el deseo imposible del sujeto del discurso por intentar presentar a través de la escritura un Dios inaprehensible e irrepresentable que rebasa cualquier dialéctica y antinomia (Neti neti: “ni esto ni eso”, enseñaron los Vedas subrayando que nada se puede afirmar acerca de la divinidad; “ni eso, ni esotro” escribió miles de años después San Juan de la Cruz en el dibujo que hizo de la Subida del Monte Carmelo) no sólo desliza una crítica velada a la vanidad de querer captar a lo radicalmente otro bajo las estructuras de lo conceptualizable [12], sino que más profundamente y a raíz de la anterior deconstrucción de la noción de “ídolo”, propone o avizora otra forma de entender la “muerte de Dios” tan en boga en su tiempo (y cuyas consecuencias todavía se experimentan en el nuestro). Al contrario de la interpretación nihilista (y hegemónica) de esa frase de Nietzsche que se ha entendido como el declinar o el ocaso de lo divino, lo que el sujeto del discurso estaría insinuando aquí (y a través de él Cáceres) sería que la captación de la desaparición de Dios no es producto de su fallecimiento, sino que a un momento peculiar de su manifestación basado en una especie de juego recíproco entre la plenitud y la vacuidad, en el que la presencia de lo divino luciría paradójicamente sobre un fondo de ausencia. De este modo, la “muerte de Dios” para el sujeto caceriano, contrariamente a la experiencia moderna, escondería tras de sí la posibilidad de volver a formular a Dios como cuestión, lo que no sólo lo relacionaría directamente con el pensamiento tardío de Heidegger, quien afirma que el pensar sobre el Ser es la apertura verdadera para una nueva experiencia de lo divino y que para incorporarse totalmente a dicho pensar es preciso apartarse de toda seguridad metafísica y abandonándose a lo sin fundamento, a la nada, “librarse de los ídolos que todos tenemos y en los que solemos evadirnos” (Heidegger: 13), sino que también anticiparía las ideas de pensadores más contemporáneos como Jean-Luc Marion quien declara que “la ausencia de lo divino llega a constituir el centro mismo de la pregunta por su manifestación” (El ídolo y la distancia: 32).
Ahora bien, lo anterior no evita que esta intuición persistente acerca de Dios como un otro del que no hay evidencias, sino huellas [13] (un presentimiento viejo y nuevo, como hemos visto) sea una experiencia incierta y numinosa plagada de riesgos e incertezas. Ésta convierte al discurso de Defensa del ídolo en particular y a todo discurso que pretenda abarcarlo o nombrarlo en una tarea destinada a la paradoja y a la indeterminación desde un principio, con la consiguiente angustia del sujeto, que no sólo es consciente de la infinita distancia que lo separa de Él, sino que también intuye que la alteridad no se ofrece “como una presencia positiva –como una cosa iluminada desde el interior por la certidumbre de su propia existencia– sino únicamente como la ausencia que se retira lo más lejos posible de sí misma y se abisma en la señal que emite, para que se avance hacia ella como si fuera posible alcanzarla” (Foucault: 34). De esta manera, la tentativa de captar la trascendencia sin reducirla o suprimirla por medio de la hipernegación es la expresión de una tensión extrema hacia una exterioridad que se desvela incansablemente irreductible, es iniciar un viaje hacia el lugar de “ninguna parte” (como lo diría Thomas Merton en su extenso poema Cables to the Ace (14)), donde se instaura un lenguaje “en el que ni el no ni el sí son la primera palabra, sino la interrogación. Interrogación no teórica, sin embargo, cuestión total, desamparo e indigencia, súplica” (Derrida: 130). La desgarrada pregunta que se hace el sujeto del discurso al final del poema (“¿Qué he de hacer para besarlo?”) sería en ese sentido una clara constatación de lo anterior: ésta no sólo revelaría la radical soledad y orfandad en la que se encuentra éste y su deseo (forzosamente inconcluso) de sortear el abismo infranqueable que lo separa de lo divino para así fusionar ambos “espacios”, sino que también demostraría la imposibilidad de asir y besar esa nada desconocida, ese cuerpo ausente (15) por medio de la escritura debido a que el referente aludido permanece, estrictamente hablando, “más allá del pensamiento y del lenguaje, más allá de la experiencia ordinaria, más allá, en pocas palabras, de la verdad del sujeto presente a sí mismo en el pensamiento y el lenguaje” (Yébenes: 17).
Esta inadecuación del lenguaje referencial, esta “herida del pensamiento” (Blanchot, Thomas el oscuro: 15) que se observa en el discurso caceriano comprobaría entonces lo señalado por Harold Bloom en La Cábala y la Crítica: que toda escritura, que toda poesía, como reflejo de la catástrofe que supone el auto-exilio de Dios, es un proceso incesante, pero fallido por restituir aquello que no puede tener ni presencia, ni forma, ni unidad, por sustituir la ausencia del significado original [16]. Y sin embargo, esta interpretación aún reposa sobre la certidumbre (quizás algo acomodaticia y simplificadora) de la imposibilidad. La radical ambigüedad e indeterminación en la que se funda este texto (la que se explicita en el último verso del poema cuando el sujeto del discurso señala que despliega sus palabras en “las rompientes de su alcohol de piedra”, es decir, en un espacio intersticial donde el elemento ígneo y líquido representado por el alcohol [17] se une y se separa a la vez del elemento sólido que simboliza la piedra, espacio u orilla que por lo tanto no le pertenece ni a uno ni a otro y en el que sólo queda el eco de un estruendo que surge y desaparece fugazmente) obliga a considerar, tal vez, que este éxodo inconcluso, que este intento aparentemente fracasado por representar o hacer presente por medio del lenguaje aquello que no puede ser nombrado (ya sea el significado o Dios), es, paradójicamente, la mejor manera de dar cuenta de Él al ser Éste el Abandono y el Olvido, la Retracción misma [18]. Así, el permanente enfrentamiento entre conceptos e imágenes irreconciliables que se plasma en el texto [19], junto con la progresiva pérdida del sujeto y la supresión del objeto, obedecería entonces a un intento deliberado por crear un hueco, una fisura, un espacio vacío en el lenguaje para que la “muda voz” de lo indecible hable o se exprese a través de él (proceso abierto que sólo se consumaría extratextualmente en el interior de sus potenciales lectores, quienes enfrentados a esta propuesta límite que pretende ir más allá de la presencia y la ausencia, de la afirmación y la negación, deben perderse para completar el inaudito sentido faltante que se encuentra entre o por encima de ambas opciones, experiencia incierta que no sólo les haría padecer la misma tensión que siente el sujeto del discurso, sino que también les permitiría vislumbrar o presentir, sin imágenes ni palabras, lo inconcebible e inefable, el Misterio [20]). La intensa originalidad de Defensa del ídolo (por lo menos dentro del ámbito poético chileno, ya que tentativas como ésta ya se habían realizado previamente en otras partes del mundo; baste recordar el Libro de Mallarmé, por ejemplo) radicaría por lo tanto en que el foco de su atención no estaría puesto tanto en lo que se dice sino en lo que no se dice o entrevé a través de la apertura que genera la auto-anulación de las imágenes y la negación del propio discurso. Invitación al abismo y al vacío, sí, pero a un vacío lleno semejante a un éxtasis oscuro [21].
En “Palabras a un Espejo” por su parte, el poema más antologado de Defensa del ídolo –presumiblemente por ser éste un soneto, tradicional forma poética rescatada por los modernistas que supuestamente haría más fácil la comprensión de su “extraño” contenido, el que sin embargo sigue intacto–, la infinita distancia que separa al sujeto del discurso de lo que se halla detrás del Ídolo se manifiesta dramáticamente por medio de una apelación directa dirigida hacia Él o Aquello, llamamiento que subraya tanto su vocación por encontrar el verdadero sentido de las cosas que se oculta tras lo aparente y superficial [22], como la incertidumbre que una búsqueda de estas características le genera:
Esta reflexión inicial surge a partir de la poética de Omar Cáceres (1906-1943), un poeta ya casi olvidado de un período de la historia literaria chilena denominado como “Segunda Vanguardia”, cuya obra compuesta por un único libro (Defensa del ídolo de 1934) ha sido históricamente calificada como “impenetrable”, “secreta” y “oscura”, es decir, destinada sólo para minorías compuestas por “iniciados” (juicio casi incuestionable que ha contribuido a su desconocimiento e incomprensión [2]). El presente trabajo pretende explicar o develar su cuestionado hermetismo por medio de la constatación e interpretación del vínculo que ésta establece con algunos lenguajes religiosos tradicionales, en especial con la llamada “Mística Negativa” de Pseudo Dionisio Areopagita. Dicha ligazón (que relativizaría también la supuesta ruptura con la tradición llevada a cabo por las vanguardias) se manifiesta de distintas maneras, entre éstas, la misma visión de Dios como lo radicalmente otro, como aquello que rebasa cualquier concepto e intento de representación; el uso continuo de la negación, la paradoja y la contradicción; la disolución del sujeto como reflejo de su inmersión o descenso en lo incierto, que es donde se halla el verdadero sentido de las cosas, paradójicamente; y la progresiva utilización de imágenes y elementos escatológicos tradicionales en un intento desesperado por dar cuenta de ese centro velado intuido, lo que convierte a sus textos en verdaderos campos de batalla entre imaginarios modernos y antiguos, en una irreconciliable dialéctica entre el nihilismo y la fe.
Ahora bien, esta conexión –que relaciona en perpetua tensión al mundo moderno con el antiguo que se niega a morir– no es exclusiva de Cáceres. Como numerosos estudios provenientes de distintos campos del conocimiento lo han demostrado en el último tiempo [3], en muchas de las expresiones del pensamiento y arte contemporáneo habitan de manera soterrada y fragmentaria una serie de elementos religiosos (imágenes, alegorías, etc.) procedentes de distintas tradiciones espirituales, sin los cuales no podrían haberse configurado ni tampoco comprenderse (sean éstos reactualizados en clave irónica o no). Esta situación, que puede darse de manera consciente o inconsciente, obedece principalmente al profundo proceso de secularización que la cultura occidental ha venido experimentando los últimos siglos producto del hipercriticismo de la razón, el que, entre otras cosas, ha desterrado la dimensión de lo sagrado y roto los puentes con el más allá, con la consiguiente “muerte” de Dios y desacralización de todo. Sin embargo, la persistencia de estos elementos sacros, de estos vestigios o restos de lo divino en diversas expresiones contemporáneas, demuestran que aún no ha penetrado en ellas (y en nosotros) la “hazaña” del deicidio, que seguimos sin ser capaces de experimentar verdaderamente la ausencia de Dios como ausencia (pese a que conozcamos el dato de su muerte), que todavía no podemos pensar nuestro universo sin la hipótesis de su existencia. Así, su “desaparición” ha extendido la sombra y el desierto por el mundo mas ésta no ha podido evitar su recuerdo y el deseo de reencontrarse con él, por más que ahora sea huella, nada y silencio.
No es de extrañar entonces que aquellas reflexiones filosóficas o artísticas, que por una u otra razón, han intentado referirse a tal centro vaciado o abismo tengan una estrecha relación con las operaciones “negativas” del lenguaje y la representación (referentes tanto a Dios como al sujeto) empleadas por las tradiciones, decididamente premodernas, de la Mística Negativa y de ciertas corrientes de la Cábala, las cuales, más allá de sus aparentes diferencias, tienen en común la tentativa de llevar el pensamiento hasta el límite, hasta una zona ciega donde la razón se pone en cuestión a sí misma con tal de expresar lo inefable, lo radicalmente otro.
En el caso de las vanguardias y particularmente del surrealismo, la permanente preocupación y/o reflexión en torno al lenguaje y sus posibilidades para representar aquello que se ubica en el límite de lo pensable por medio de imágenes paradójicas y la manifestación en el discurso de sujetos que tienden a fragmentarse y a desaparecer a medida que se internan en dicha frontera, no están demasiado lejos de la desposesión, de la desubjetivización de la lengua, del radical abandono de sí que postula una tradición mística para acercarse a Dios. Es este hecho el que ha llevado a afirmar a distintos investigadores, como Victoria Cirlot y Amador Vega, que en un contexto en que las religiones históricas estaban sumidas en una profunda crisis de representatividad y de significación no muy distinto del actual, ha sido el arte de las vanguardias el que ha asumido la naturaleza predicativa de los símbolos sagrados; el único que ha sido “capaz de preservar, en el interior de sus formas profanas, el elemento religioso de la conciencia humana” (Vega: 265), por medio de su lenguaje nihilista de la destrucción y la negatividad (tan similar al que propone el Areopagita para referirse a la Divinidad), el que paradójicamente muestra una asombrosa capacidad simbólica y sacramental para acoger al Misterio, a la pura alteridad (antes exclusivo derecho de los discursos religiosos).
2. Pseudo Dionisio Areopagita: el Dios sin verdad y la hipernegación
Pero, ¿quién es Pseudo Dionisio Areopagita y cuáles son los planteamientos de la Mística Negativa que Cáceres reactualizaría en su obra bajo ropajes modernos? Respecto al primer punto, señalar que el misterioso Pseudo Dionisio (probablemente un monje de origen sirio que vivió en torno al siglo VI d.C. y que adoptó su identidad de aquel ateniense convertido por san Pablo en el Areópago, allá donde se adoraba al Dios Desconocido, tal y como se narra en el cap. 17 de los Hechos de los Apóstoles) es el padre de la llamada mística “negativa” o “apofática”. Su sorprendente y singular obra (consistente en los tratados La jerarquía espiritual, La jerarquía eclesial, Los nombres de Dios y Teología mística, además de un total de diez cartas) ha sido últimamente “redescubierta” y valorada por importantes estudios que no sólo han demostrado la gran influencia que ejerció en la mística cristiana (desde Juan Escoto Eriúgena a Thomas Merton, pasando evidentemente por Meister Eckhart y San Juan de la Cruz), sino que ha sido considerada clave en la constitución del pensamiento de filósofos contemporáneos de la talla de Heidegger, Blanchot, Lévinas, Derrida, Vitiello y Nancy, entre otros, con los cuales ésta establece notables conexiones no siempre explicitadas o reconocidas [4].
En cuanto a lo segundo, decir que la Mística Negativa se refiere a una tradición teológica que reflexiona sobre Dios e insiste en que lo divino, al ser radicalmente trascendente, no debe ser aproximado a través de un lenguaje positivo sino a través del uso continuo de la negación, la paradoja y la contradicción, que enfatizan la inadecuación de todo lenguaje para capturar la trascendencia divina. Si bien el platonismo introduce algunos elementos importantes en la teología negativa (como el concepto de conocimiento a través de la abstracción y la purificación) es en el neoplatonismo que la vía negativa se articula de manera más explícita. Dice Zenia Yébenes al respecto:
La noción del Uno —un origen absolutamente trascendente que trasciende todo ser pero del cual dependen los seres para sobrevivir— lleva a Plotino a introducir la idea de que las fórmulas negativas constituyen una forma superior de conocimiento y que la negación puede ser utilizada para afirmar su trascendencia. Proclo radicalizará aún más esta tendencia al señalar que las negaciones mismas deberán ser negadas porque en tanto producto de la lógica y del lenguaje no revelan nada del Uno. Si ni la afirmación ni la negación pueden darnos acceso a la realidad —será su conclusión— su única misión habrá de ser conducirnos al silencio. La clave no radicará entonces, señalará Damascio, en profesar conocimiento o ignorancia acerca del Uno sino en adquirir un estado de "hiperignorancia epistemológica" donde se pueda reconocer el límite de lo que se puede saber y de lo que no (177-178).
La mística negativa emergerá, como tradición distintiva, en el encuentro entre este concepto neoplatónico de trascendencia del Uno y el concepto cristiano de la revelación de Cristo. El neoplatonismo cristiano oscila entre un Dios que se ha revelado al hombre a través de las Escrituras y de su encarnación; y un Dios neoplatónico, más allá del ser y del cual emana, jerárquicamente, la creación entera. En el neoplatonismo cristiano Dios es revelado como visible, legible, repetible (a través de la Escritura y la liturgia) y al mismo tiempo como el Uno trascendente, inefable e irreductible. Si Dios es simultáneamente revelado y trascendente, hay por lo menos dos maneras de referirse a Él: la catafática o positiva, que subraya lo que podemos decir de Dios a través de las Escrituras, de la liturgia y del estudio de la creación; y la apofática o negativa que subraya su absoluta trascendencia. Por un lado, Dios es inefable y, por otro lado, tiene muchos nombres; Dios es la afirmación de todas las cosas y simultáneamente su negación.
Es en este punto que el pensamiento del Pseudo Dionisio, que es la culminación de esta tradición, cobra importancia, especialmente porque estableció una tercera manera para referirse a Dios con el propósito de lograr una verdadera unión con Él, la que supuso una superación de la anterior aporía: la “hipernegación”. Si bien varios son los aportes que el Areopagita ha hecho a la teología cristiana (como el haber sido el primer autor en exponer una concepción jerárquica de la realidad, profundamente dialéctica y neoplatónica, donde ésta es vista como un movimiento divino de procesión y retorno), ha sido este modo de revelar lo inefable el que mayor impacto ha tenido en la historia de las religiones, trascendiendo incluso dicho ámbito para instalarse en cierta filosofía y en cierto arte que cuestiona permanentemente los límites del lenguaje y su capacidad para representar las experiencias de la alteridad.
Pero, ¿qué es la “negación de la negación” o “hipernegación”? Conforme a lo expuesto en Los nombres de Dios y Teología mística existen tres modos para referirse o nombrar a Dios, a los que hay que observar como enlazándose continuamente: el modo afirmativo o catafático, el modo negativo o apofático y finalmente el modo místico o hipernegación, los que respectivamente responden a su vez a tres estadios del progreso o ascenso del alma en su regreso hacia Dios: la purgación de la materialidad de los símbolos, la iluminación de la significación de los símbolos y la perfección por el abandono de la significación en ascensión a la próxima jerarquía, a un símbolo más alto. Cabe señalar que cada estadio está relacionado con la estructura epistemológica, de modo que la purgación es la remoción de la ignorancia, la iluminación es la recepción del nuevo conocimiento y la perfección es el abandono del conocimiento presente para progresar hacia la unión con Aquél que está más allá de todo lo concebible.
De acuerdo a este esquema, el lenguaje catafático es el que nombra o afirma algo de Dios mediante el uso de imágenes, símbolos y metáforas (provenientes especialmente de la Biblia) con el fin de unificar al hombre con los principios más elevados via analogiae. Este modo, que corresponde a “un momento de salida de sí y procesión de lo divino en el cosmos, y señalaría el éxtasis divino” (Yébenes: 54), afirma que Dios se ha auto-revelado en la historia y en todas las cosas que Él ha creado (siendo su punto culminante la persona de Jesucristo) y que por lo tanto las imágenes y símbolos (que no son simples reflejos de la realidad sino que son un acceso profundo al misterio de ésta) pueden ser la clave para descubrir su presencia.
El lenguaje apofático por otro lado “articula y promueve el movimiento de regreso del alma creada más allá de sí (hacia la trascendencia divina) y señala el éxtasis de la criatura” (Yébenes: 54). Contrariamente a la vía catafática, este modo (que niega lo que ha sido afirmado previamente) enfatiza el misterio inefable e inabarcable de Dios. Valora la experiencia de Dios por sobre el conocimiento. Puesto que Dios trasciende a cualquier cosa creada por Él, la mejor forma de conocerlo es mediante la negación y la tachadura. Al hablar de Dios, por ejemplo, es más apropiado decir “qué no es Dios” en lugar de “qué es Dios”. Finalmente, el lenguaje místico o hipernegación apunta “a la consumación inefable de una unión en la que la criatura se abandona a sí misma en el Dios que está más allá del Ser; señalando así el momento en el que el éxtasis divino (que llama a ser a todas las criaturas) y el éxtasis humano (que responde a dicha llamada) son uno” (Yébenes: 54). Este modo por lo tanto es el último estadio del movimiento anagógico que se venía gestando anteriormente, es la expresión conceptual y lingüística del reencuentro de Dios con el hombre, de su unión inenarrable. Pero, ¿cómo es posible hablar y pensar acerca de una trascendencia que se mostrará, por definición, inconcebible e inefable? ¿Cómo es posible superar la dialéctica positiva-negativa que establecían los anteriores métodos para hablar de Dios? Por medio de una negación de todo lo que ha sido negado, a través del abandono de todos los conceptos interpretativos, de un desconocimiento, de una kénosis, de un no-saber:
Cuando libre el espíritu, y despojado de todo cuanto ve y es visto, penetra en las misteriosas tinieblas del no-saber. Allí, renunciando a todo lo que pueda la mente concebir, abismado totalmente en lo que no percibe ni comprende, se abandona por completo en aquel que está más allá de todo ser. Allí, sin pertenecerse a sí mismo ni a nadie, renunciando a todo conocimiento, queda unido por lo más noble de su ser con Aquel que es totalmente incognoscible (Pseudo Dionisio Areopagita: 373).
La negación dionisiana por lo tanto no es un simple reverso de la afirmación. La negación de la negación (que aquí hemos llamado “hipernegación” siguiendo a Zenia Yébenes que utiliza el prefijo híper para dar énfasis a la naturaleza trascendente de lo divino y para subrayar que ésta se trata de una segunda negación que escapa de convertirse en una doble negación –y en una síntesis– como sucedería en el caso de Hegel) tratará de apuntar a un Dios que es la causa de todas las cosas, pero no una cosa entre las cosas; a la fuente de todo ser, que sin embargo está más allá del ser y del no ser. Este radical abandono de toda operación intelectual, esta inmersión en las tinieblas que están más allá de todo lo que es concebible por el pensamiento humano, no debe interpretarse por consiguiente en sentido negativo, como si ésta fuera sólo privación o anulación. Al contrario, la hipernegación o no-saber constituye el conocimiento más adecuado para referirse y unirse a un Dios trascendente que muestra su irreductibilidad ante nuestras categorías de “verdad”. Si la teología catafática opera a través de las afirmaciones que se derivan de los seres causados, y si la teología apofática opera negando estas afirmaciones en un movimiento más allá de los seres creados, la teología mística “opera a través de una hipernegación que pretende ir más allá de la alternativa afirmación-negación. Este más allá apunta a lo que está radicalmente antes, indica la prioridad irreductible de la Causa frente a todo pensamiento, lenguaje o verdad” (Yébenes: 68). Esta anterioridad de la Causa trascendente ante cualquier oposición categórica y binaria entre la afirmación y la negación queda claramente establecida cuando el Areopagita señala que ésta:
No es reino, ni sabiduría, ni uno, ni unidad (…) No tiene razón, ni nombre, ni conocimiento. No es tiniebla ni luz, ni error ni verdad. Absolutamente nada se puede afirmar ni negar de ella. Cuando afirmamos o negamos algo de cosas inferiores a la Causa suprema, nada le añadimos ni le quitamos, porque nada puede añadir la afirmación a la que es perfecta y única Causa de todo cuanto es. Y toda negación se queda corta ante la trascendencia de quien es absolutamente simple y despojado de toda limitación. Nada puede alcanzarlo (Pseudo Dionisio Areopagita: 379).
A modo de conclusión, podemos decir entonces que la hipernegación dionisiana supondrá no sólo una ruptura radical con uno mismo, producto del abandono del yo y de toda operación intelectual para ver y conocer lo invisible y lo incognoscible (lo que hace que su discurso teológico vaya de la mano con una antropología negativa [5]), sino que también una puesta en juego incesante del lenguaje para representar a un Dios que se mueve de manera incomprensible entre la presencia y la sustracción (al igual que el ser humano que se halla suspendido entre su inmersión en lo imaginario y su movimiento hacia lo inimaginable). Como la trascendencia de los seres y el conocimiento (imposible) de Dios sólo se logra a través de la negación y del abandono del yo, la plenitud del lenguaje falla al tratar de capturar aquello que lo funda. El “yo” como el ser hablante, pensante y deseante que es, no está ahí para experimentar la unión mística, que solamente puede darse en la muerte. Como lo señala Zenia Yébenes “la unión mística que me consagraría, me priva, sin embargo, del poder de decir «yo» y me sumerge en el anonimato radical de una trascendencia irreductible” (Yébenes: 70) que obliga a volverse nómada del lenguaje sin poder encontrar domicilio en el desierto, lo que recuerda las siguientes palabras de Dios cuando Moisés le pidió que se revelara en todo su esplendor: “No puedes verme y seguir con vida” (Éxodo 33:20).
Esta ligazón implícita entre la comprensión dionisiana de la negatividad y la muerte obedece a que esta última es, como el Dios sin verdad, lo radicalmente otro, la pura alteridad. El deseo de conocerlo y de fundirse con Él es por lo tanto siempre un deseo de morir, de atravesar la distancia, de cruzar el último límite. Pero como la muerte y Dios rebasan cualquier tentativa de comprensión y de descripción (ya que ello supondría acceder a una realidad que está más allá de las palabras que la asedian) este deseo será siempre un agónico e imposible “morir sin morir”, será siempre un anhelo que nunca se podrá experimentar como un presente, ni en la conciencia, ni en el conocimiento, ni en el lenguaje, ni en la expresión: el desconocimiento místico de un Dios que es nada nos arroja hacia esa unidad imposible donde el yo no se reconoce al no ser el mismo, pero tampoco otro, permaneciendo interminablemente y devorado por un deseo inagotable en “la muerte misma, privado de la muerte” (Blanchot, Thomas el oscuro: 31).
De esta manera, la esencia de la mística dionisiana consistiría en pasar del lenguaje a lo indecible que se dice, en hacer visible por medio de la escritura la oscuridad de lo elemental, de testimoniar la presencia de la ausencia. Y sin embargo, esto no supone la dialéctica, porque de esta alternancia de contrarios en la que uno sumerge al otro, no se despeja ya un plan de pensamiento donde dicha alternancia se remonte y donde la contradicción se atenúe. Si el pensamiento tuviera que despejar este plan o elevarse a una síntesis, todavía permaneceríamos en el mundo, sobre el terreno de las posibilidades y de las iniciativas humanas, en la acción y la sensatez. El Areopagita nos arroja, sin embargo, a un margen donde ningún pensamiento puede arribar, nos arroja a lo impensable, a ese divino “rayo de tinieblas”, oxímoron infranqueable que crea una fisura en el lenguaje, recortando en él el lugar de un indecible.
3. Defensa del ídolo de Omar Cáceres: una renuncia de lo conocido para sumergirse en lo incierto
Todo descenso en sí es al mismo tiempo una asunción hacia la realidad exterior
Novalis
Tomando en consideración lo anterior, veremos a continuación cómo estos antiguos planteamientos se reactualizan en tres textos de Defensa del ídolo, comenzando por el poema que inicia este viaje sin retorno, el que no sólo supondrá un progresivo descenso en las tinieblas que están más allá de todo lo que es concebible por el pensamiento humano, sino que también (y en consecuencia de lo anterior) un paulatino abandono del yo racional –limitado y castrante– que se desdoblará y desintegrará para finalmente desaparecer con tal de expandir sus propios límites y así poder dar cabida a lo invisible e incognoscible [6]:
Mansión de Espuma
Con mi corazón, golpeándote, oh sombra ilimitada,
apaciento los bríos absolutos de estas estampas - perdurable;
huyendo de su vida, pienso, el que parte limpia el mundo,
y así le es dado reflejar su imagen dulcemente terrestre.
Un pueblo (Azul), trabajosamente inundado.
Va a pasar la dura estación equilibrando sus paisajes.
Tiempo caído de los árboles, cualquier cielo podría ser mi cielo.
El blanco camino cruza su inmóvil tempestad.
Muda voz que habita debajo de mis sueños,
mi amiga me instruye en el acento desnudo de sus brazos,
junto al balcón de luz disciplinada, tumultuosa,
y desde donde se advierte la aún no soñada desventura.
Revestido de distancias, entre hombre a hombre – magro,
todo naufraga bajo el pendón de su “postrer adiós”;
dejé de existir, caí de pronto desamparado de mí mismo,
porque el hombre ama su propia y obscura vida solamente.
Ídolo ignoto. ¿Qué he de hacer para besarlo?
Legislador del tiempo urbano, desdoblado, caudaloso,
confieso mi autocrimen porque quiero comprenderlo,
y en las rompientes de su alcohol de piedra despliego mis palabras.
(Cáceres: 9-10)
Con mi corazón, golpeándote, oh sombra ilimitada,
apaciento los bríos absolutos de estas estampas - perdurable;
huyendo de su vida, pienso, el que parte limpia el mundo,
y así le es dado reflejar su imagen dulcemente terrestre.
Un pueblo (Azul), trabajosamente inundado.
Va a pasar la dura estación equilibrando sus paisajes.
Tiempo caído de los árboles, cualquier cielo podría ser mi cielo.
El blanco camino cruza su inmóvil tempestad.
Muda voz que habita debajo de mis sueños,
mi amiga me instruye en el acento desnudo de sus brazos,
junto al balcón de luz disciplinada, tumultuosa,
y desde donde se advierte la aún no soñada desventura.
Revestido de distancias, entre hombre a hombre – magro,
todo naufraga bajo el pendón de su “postrer adiós”;
dejé de existir, caí de pronto desamparado de mí mismo,
porque el hombre ama su propia y obscura vida solamente.
Ídolo ignoto. ¿Qué he de hacer para besarlo?
Legislador del tiempo urbano, desdoblado, caudaloso,
confieso mi autocrimen porque quiero comprenderlo,
y en las rompientes de su alcohol de piedra despliego mis palabras.
(Cáceres: 9-10)
La configuración ficticia de esta expedición determinada por la experiencia de lo numinoso [7] se perfila nítidamente en estos memorables versos iniciales, los que no sólo anuncian los principales rasgos que caracterizarán a Defensa del ídolo y su posterior derrotero, sino que también la incertidumbre con que la que el sujeto del discurso se referirá a lo innombrable. La manifiesta e infructuosa intención por aprehender y representar lo que por definición es inasible e indescriptible se refleja en este poema tanto en el plano de lo discursivo (a través de la desarticulación sintáctica de una puntuación cortante que intensifica un ritmo extrañamente abrupto, intenso y disonante, ritmo que acentúa la dislocación del decir del sujeto, que distanciándose de la falsa estabilidad que ofrece el lenguaje convencional, intenta decir lo indecible) como en el plano de las imágenes, cuya permanente contradicción, aparte de revelar una tensa dialéctica entre la presencia y la ausencia, entre la fe y el escepticismo, establecen una sistemática ruptura con nuestros parámetros no sólo espaciales, sino que temporales de captación de lo real. Este desmoronamiento de la imagen usual del mundo que se presenta como un espacio terminal, desolado y catastrófico de “árboles caídos” donde “todo naufraga” por el influjo de una inundación permanente que adquiere por lo tanto los rasgos de un diluvio de resonancias bíblicas [8], es contrarrestado sin embargo por una serie de imágenes o espacios del “cobijo” (según el decir de Bachelard) en las que el sujeto del discurso intenta refugiarse o resguardarse de la confusión y el caos imperante, intento que no logra no obstante conciliar la dicotomía que se establece entre la devastación y lo que puede restaurar el orden perdido debido a que ambos movimientos se auto-anulan mutuamente, imposibilitando una síntesis que pueda atenuar la contradicción, al igual que la hipernegación dionisiana.
La primera de ellas es la “sombra ilimitada” en la que el sujeto del discurso “apacienta sus bríos” e intenta encontrar consuelo ante la catástrofe antes descrita. Ésta (que prefigura al “Ídolo ignoto” que interpretaremos más adelante) es interesante no sólo porque da cuenta de una dimensión trascendente, pero desconocida y oculta que se sustrae del accidentado devenir del mundo exterior (dimensión a la que por tanto es necesario descender para encontrar las tan esquivas respuestas), sino porque sus características suponen una directa inversión de los valores del imaginario, junto con un evidente paralelismo con el Dios sin verdad del Pseudo Dionisio. La transmutación aludida se produce por el hecho de que la usual connotación negativa que tiene este símbolo por ser aquello que se opone a la luz (tradicional símbolo del conocimiento y de lo divino de acuerdo al Régimen Diurno de la imagen explicado por Durand) es subvertida en este texto al ser considerada como una entidad positiva que puede cumplir la misma función de aquello que se contrapone a ella. Esta total inversión de la actitud representativa en la que la inmersión en la oscuridad es también un camino hacia lo sagrado, es decir, hacia aquello que puede aminorar el terror y la angustia que provoca el devorador paso del tiempo y la inminencia de la muerte (que ya anunciamos en una anterior nota al pie) es propia de lo que Durand denomina el Régimen Nocturno de la imagen, el que es indicativo de toda una mentalidad, o sea, de “todo un arsenal de procesos lógicos y símbolos que se opone radicalmente a la actitud diairética, al fariseísmo y el catarismo intelectual y moral del intransigente Régimen Diurno de la imagen” (Durand: 211). A diferencia de esta última constelación del imaginario que busca mediante la antítesis, el contraste y la separación exorcizar el inevitable fluir del tiempo y la muerte basándose en un juego de imágenes antagónicas (luz-oscuridad, día-noche, bueno-malo, alma-cuerpo, etc.), el Régimen Nocturno enfrentará las tenebrosas caras del tiempo a través de otra actitud imaginativa consistente en transmutar los ídolos mortíferos de Cronos en talismanes benéficos por medio de un proceso de eufemización (constituido por la inversión del valor afectivo atribuido a las caras del tiempo que dejan de ser amenazantes, pese a que de igual modo conservan un resto de su origen aterrador) y de doble negación (procedimiento en que lo positivo se reconstituye a través de lo negativo o en el que por una negación o un acto negativo se destruye el efecto de la primera negatividad, realizándose así un verdadero vuelco dialéctico en el que “ligo al ligador, mato a la muerte, utilizo las propias armas del adversario (..) y de este modo, simpatizo con la totalidad, o una parte, del comportamiento del adversario”, Durand: 211) [9]. De esta manera, el antídoto que utilizará el Régimen Nocturno para combatir el tiempo no será ya buscado en el nivel sobrehumano de la trascendencia y de la pureza de las esencias como lo hace el Régimen Diurno, sino que en la cálida intimidad de la sustancia, en las propias profundidades del ser, donde la noche reemplaza al día y la caída se eufemiza en descenso (lo que hace que las técnicas ascensionales sean reemplazadas por técnicas de excavación). La “sombra” a la que alude Cáceres debe interpretarse entonces como parte de una espeleología espiritual enmarcada en estas coordenadas y no como la expresión de un malditismo hermético y maniqueo que glorifica lo “tenebroso” en vez de lo “claro” de lo que supuestamente se excluye (achaque recurrente de la crítica). Al revés, una búsqueda como esta centrada en dar cuenta de lo radicalmente otro por medio del desplazamiento hacia lo que no es accesible para los sentidos y la razón permite superar la visión dicotómica de la realidad y estrechar por tanto el abismo que existe entre el yo y la alteridad. En ese sentido, que esta “sombra” en la que se busca refugio y consuelo sea “ilimitada” no indica, en consecuencia, una sumisión a un orden oscuro, inconmensurable y negativo que reniega de la luz, sino que lo desconocido, que lo otro es y será inaprensible para cualquier categoría de pensamiento por su ausencia de fronteras y referentes, situación que demanda un auto-sacrificio, un vaciamiento, una transformación interior basada en la renuncia de lo conocido en la que el “yo” aislado y racional debe morir para reintegrarse o unirse en la otredad donde las discontinuidades y diferencias se disuelven.
Pero es en la última estrofa del poema donde se revela con mayor precisión quién es o cómo se denominará definitivamente a ese ser auténtico anhelado que ya se venía anunciando por medio de la imagen de la “sombra ilimitada”: “Ídolo ignoto. ¿Qué he de hacer para besarlo?/ Legislador del tiempo urbano, desdoblado, caudaloso, / confieso mi autocrimen porque quiero comprenderlo”. Estos versos finales, que podríamos catalogar como capitales debido a que en ellos se sintetizan con absoluta claridad las razones que detonan este descenso en lo desconocido junto con sus alcances, confirman, que el viaje propuesto en Defensa del ídolo que inaugura este poema es una peregrinación o trayecto mediante el cual se pretende restablecer el vínculo roto o interrumpido con Dios o lo sagrado (un ídolo es en su definición más simple la imagen de una deidad a la que se adora puesto que contiene una verdad), intento de religación que no se afinca en ninguna convención religiosa en particular que pudiera condicionar la visión y comprensión de lo trascendente y que es fruto de una introspección radical y libre en la que se hace evidente la escisión del hombre de lo Único que constituye su verdadero hogar, situación que lo condena a la muerte y al desarraigo si no elimina las imágenes e ilusiones que lo ocultan y regresa a él.
Pero, ¿por qué el sujeto del discurso decide utilizar finalmente un concepto “estable” y “cerrado” como el de “ídolo” para referirse a lo divino y no otro que diese mejor cuenta de su radical otredad? Esta elección en una primera lectura no deja de sorprender, en especial si se considera que el ídolo es literalmente comprendido como “lo que se ve” (eidôlon), como lo representado y fijado por la mirada misma y por ello el fin de toda transparencia, de todo desbordamiento de lo visible hacia un más allá. ¿Por qué no usó por ejemplo el concepto de “ícono” que contrariamente acomete su representación de lo divino intentando volver visible lo invisible, en la medida en que convoca la mirada a sobrepasarse sin fijarse jamás sobre algo visible, pues lo visible no se presenta sino como paso a lo invisible? Respuesta: porque esta “idolización” conceptual de Dios (propia por ejemplo de aquella “ciencia” teológica cristiana –como la de Tomás de Aquino– que cree que éste es representable como objeto de la metafísica), le permite a través de su posterior negación o destrucción socavar esa concepción racional y pretenciosa de lo sagrado y demostrar la imposibilidad de reducir a Dios a nuestros esquemas de comprensión metafísica bajo la forma de una representación concreta y lógicamente establecida (realizando así un procedimiento similar a la hipernegación dionisiana). Es decir: el sujeto del discurso primero nombra o se refiere a Dios a través del concepto de “ídolo” (modo catafático), a continuación niega o anula las características recién expuestas de éste por medio del adjetivo “ignoto” que lo acompaña [10] (modo apofático), tensión irreconciliable entre ambas maneras de dar cuenta de lo divino que hace imposible llegar a una síntesis final y que invita a pensar en un Dios inconcebible e inefable, que si bien es la causa y fuente de todo, se muestra irreductible ante nuestras categorías de pensamiento al estar más allá de la afirmación y la negación, de la presencia y la ausencia (modo místico o hipernegación) [11].
De esta manera, el deseo imposible del sujeto del discurso por intentar presentar a través de la escritura un Dios inaprehensible e irrepresentable que rebasa cualquier dialéctica y antinomia (Neti neti: “ni esto ni eso”, enseñaron los Vedas subrayando que nada se puede afirmar acerca de la divinidad; “ni eso, ni esotro” escribió miles de años después San Juan de la Cruz en el dibujo que hizo de la Subida del Monte Carmelo) no sólo desliza una crítica velada a la vanidad de querer captar a lo radicalmente otro bajo las estructuras de lo conceptualizable [12], sino que más profundamente y a raíz de la anterior deconstrucción de la noción de “ídolo”, propone o avizora otra forma de entender la “muerte de Dios” tan en boga en su tiempo (y cuyas consecuencias todavía se experimentan en el nuestro). Al contrario de la interpretación nihilista (y hegemónica) de esa frase de Nietzsche que se ha entendido como el declinar o el ocaso de lo divino, lo que el sujeto del discurso estaría insinuando aquí (y a través de él Cáceres) sería que la captación de la desaparición de Dios no es producto de su fallecimiento, sino que a un momento peculiar de su manifestación basado en una especie de juego recíproco entre la plenitud y la vacuidad, en el que la presencia de lo divino luciría paradójicamente sobre un fondo de ausencia. De este modo, la “muerte de Dios” para el sujeto caceriano, contrariamente a la experiencia moderna, escondería tras de sí la posibilidad de volver a formular a Dios como cuestión, lo que no sólo lo relacionaría directamente con el pensamiento tardío de Heidegger, quien afirma que el pensar sobre el Ser es la apertura verdadera para una nueva experiencia de lo divino y que para incorporarse totalmente a dicho pensar es preciso apartarse de toda seguridad metafísica y abandonándose a lo sin fundamento, a la nada, “librarse de los ídolos que todos tenemos y en los que solemos evadirnos” (Heidegger: 13), sino que también anticiparía las ideas de pensadores más contemporáneos como Jean-Luc Marion quien declara que “la ausencia de lo divino llega a constituir el centro mismo de la pregunta por su manifestación” (El ídolo y la distancia: 32).
Ahora bien, lo anterior no evita que esta intuición persistente acerca de Dios como un otro del que no hay evidencias, sino huellas [13] (un presentimiento viejo y nuevo, como hemos visto) sea una experiencia incierta y numinosa plagada de riesgos e incertezas. Ésta convierte al discurso de Defensa del ídolo en particular y a todo discurso que pretenda abarcarlo o nombrarlo en una tarea destinada a la paradoja y a la indeterminación desde un principio, con la consiguiente angustia del sujeto, que no sólo es consciente de la infinita distancia que lo separa de Él, sino que también intuye que la alteridad no se ofrece “como una presencia positiva –como una cosa iluminada desde el interior por la certidumbre de su propia existencia– sino únicamente como la ausencia que se retira lo más lejos posible de sí misma y se abisma en la señal que emite, para que se avance hacia ella como si fuera posible alcanzarla” (Foucault: 34). De esta manera, la tentativa de captar la trascendencia sin reducirla o suprimirla por medio de la hipernegación es la expresión de una tensión extrema hacia una exterioridad que se desvela incansablemente irreductible, es iniciar un viaje hacia el lugar de “ninguna parte” (como lo diría Thomas Merton en su extenso poema Cables to the Ace (14)), donde se instaura un lenguaje “en el que ni el no ni el sí son la primera palabra, sino la interrogación. Interrogación no teórica, sin embargo, cuestión total, desamparo e indigencia, súplica” (Derrida: 130). La desgarrada pregunta que se hace el sujeto del discurso al final del poema (“¿Qué he de hacer para besarlo?”) sería en ese sentido una clara constatación de lo anterior: ésta no sólo revelaría la radical soledad y orfandad en la que se encuentra éste y su deseo (forzosamente inconcluso) de sortear el abismo infranqueable que lo separa de lo divino para así fusionar ambos “espacios”, sino que también demostraría la imposibilidad de asir y besar esa nada desconocida, ese cuerpo ausente (15) por medio de la escritura debido a que el referente aludido permanece, estrictamente hablando, “más allá del pensamiento y del lenguaje, más allá de la experiencia ordinaria, más allá, en pocas palabras, de la verdad del sujeto presente a sí mismo en el pensamiento y el lenguaje” (Yébenes: 17).
Esta inadecuación del lenguaje referencial, esta “herida del pensamiento” (Blanchot, Thomas el oscuro: 15) que se observa en el discurso caceriano comprobaría entonces lo señalado por Harold Bloom en La Cábala y la Crítica: que toda escritura, que toda poesía, como reflejo de la catástrofe que supone el auto-exilio de Dios, es un proceso incesante, pero fallido por restituir aquello que no puede tener ni presencia, ni forma, ni unidad, por sustituir la ausencia del significado original [16]. Y sin embargo, esta interpretación aún reposa sobre la certidumbre (quizás algo acomodaticia y simplificadora) de la imposibilidad. La radical ambigüedad e indeterminación en la que se funda este texto (la que se explicita en el último verso del poema cuando el sujeto del discurso señala que despliega sus palabras en “las rompientes de su alcohol de piedra”, es decir, en un espacio intersticial donde el elemento ígneo y líquido representado por el alcohol [17] se une y se separa a la vez del elemento sólido que simboliza la piedra, espacio u orilla que por lo tanto no le pertenece ni a uno ni a otro y en el que sólo queda el eco de un estruendo que surge y desaparece fugazmente) obliga a considerar, tal vez, que este éxodo inconcluso, que este intento aparentemente fracasado por representar o hacer presente por medio del lenguaje aquello que no puede ser nombrado (ya sea el significado o Dios), es, paradójicamente, la mejor manera de dar cuenta de Él al ser Éste el Abandono y el Olvido, la Retracción misma [18]. Así, el permanente enfrentamiento entre conceptos e imágenes irreconciliables que se plasma en el texto [19], junto con la progresiva pérdida del sujeto y la supresión del objeto, obedecería entonces a un intento deliberado por crear un hueco, una fisura, un espacio vacío en el lenguaje para que la “muda voz” de lo indecible hable o se exprese a través de él (proceso abierto que sólo se consumaría extratextualmente en el interior de sus potenciales lectores, quienes enfrentados a esta propuesta límite que pretende ir más allá de la presencia y la ausencia, de la afirmación y la negación, deben perderse para completar el inaudito sentido faltante que se encuentra entre o por encima de ambas opciones, experiencia incierta que no sólo les haría padecer la misma tensión que siente el sujeto del discurso, sino que también les permitiría vislumbrar o presentir, sin imágenes ni palabras, lo inconcebible e inefable, el Misterio [20]). La intensa originalidad de Defensa del ídolo (por lo menos dentro del ámbito poético chileno, ya que tentativas como ésta ya se habían realizado previamente en otras partes del mundo; baste recordar el Libro de Mallarmé, por ejemplo) radicaría por lo tanto en que el foco de su atención no estaría puesto tanto en lo que se dice sino en lo que no se dice o entrevé a través de la apertura que genera la auto-anulación de las imágenes y la negación del propio discurso. Invitación al abismo y al vacío, sí, pero a un vacío lleno semejante a un éxtasis oscuro [21].
En “Palabras a un Espejo” por su parte, el poema más antologado de Defensa del ídolo –presumiblemente por ser éste un soneto, tradicional forma poética rescatada por los modernistas que supuestamente haría más fácil la comprensión de su “extraño” contenido, el que sin embargo sigue intacto–, la infinita distancia que separa al sujeto del discurso de lo que se halla detrás del Ídolo se manifiesta dramáticamente por medio de una apelación directa dirigida hacia Él o Aquello, llamamiento que subraya tanto su vocación por encontrar el verdadero sentido de las cosas que se oculta tras lo aparente y superficial [22], como la incertidumbre que una búsqueda de estas características le genera:
Hermano, yo jamás llegaré a comprenderte;
veo en ti tan profundo y extraño fatalismo,
que bien puede que fueras un ojo del Abismo,
o una lágrima muerta que llorara la Muerte.
En mis manos te adueñas del mundo sin moverte,
con el hondo estupor de un hondo paroxismo;
e impasible me dices: “conócete a ti mismo”,
como si alguna vez dejara de creerte!...
De hondo como el cielo, cuán dulce es tu sentido;
nadie deja de amarte, todo rostro afligido
derrama su amargura dentro de tu fuente clara.
Dime, tú, que en constante desvelo permaneces:
¿se ha acercado hasta ti, cuando el cuerpo perece,
algún alma desnuda a conocer su cara?
(Cáceres: 13-14)
Este intento de diálogo que el sujeto del discurso pretende establecer con lo indecible e inabordable frente a un espejo (diálogo que queda inconcluso debido a que la única respuesta que obtiene es un silencio atronador lleno de sentido que puede ser interpretado, nuevamente, de dos maneras contrarias: como la constatación de la ausencia definitiva de lo divino o como la paradójica manifestación de Dios como vacío o desencuentro), es revelador porque esta superficie, que actúa como un instrumento de iluminación, sabiduría y conocimiento al tener la facultad de reflectar la verdad del microcosmos y del macrocosmos al mismo tiempo (otra de las acepciones de este símbolo destacadas tanto por Chevalier: 477 como por Durand [23]), le permite no sólo conocer, sin máscaras ni mentiras, en una introspección radical, sus propios límites y el verdadero estado en el que se encuentra (un estado de “paroxismo”, aflicción y agonía cercano a la muerte simbólica que ocurrirá más adelante), sino que también le posibilita tener una visión de lo Otro frente al cual tomará, pese a su ambigüedad inherente, una actitud bien definida que decidirá su definitiva inmersión en lo incierto, inquietante territorio de umbrales y orillas donde la única certeza posible radica en el mismo hecho de transitar de un lugar a otro. veo en ti tan profundo y extraño fatalismo,
que bien puede que fueras un ojo del Abismo,
o una lágrima muerta que llorara la Muerte.
En mis manos te adueñas del mundo sin moverte,
con el hondo estupor de un hondo paroxismo;
e impasible me dices: “conócete a ti mismo”,
como si alguna vez dejara de creerte!...
De hondo como el cielo, cuán dulce es tu sentido;
nadie deja de amarte, todo rostro afligido
derrama su amargura dentro de tu fuente clara.
Dime, tú, que en constante desvelo permaneces:
¿se ha acercado hasta ti, cuando el cuerpo perece,
algún alma desnuda a conocer su cara?
(Cáceres: 13-14)
Respecto a este último punto, es notable observar que la percepción que tiene el sujeto del discurso de aquello que se cree bajo el nombre de Dios se va modificando a medida que lo reflejado por el espejo, que actúa como la superficie de las aguas, se va “clarificando” progresivamente [24]. En una primera instancia éste le devuelve, como es de esperar, una imagen familiar: la de él mismo, situación que explica la razón por lo cual éste lo denomina inicialmente como “hermano”. Sin embargo, esta figura cercana y accesible pronto se difumina y contradice en el discurso tanto por la inmediata declaración del sujeto que señala que jamás llegará a comprenderlo (negación que no sólo cuestionaría su propia capacidad para percibir lo Otro y por ende la posibilidad de representarlo a través del discurso, sino que también la misma facultad del espejo de reflejar la verdad, relativizando lo dicho anteriormente, a no ser que Éste sea justamente lo No-Identificable por antonomasia [25]), como por el posterior surgimiento de una serie de imágenes que van en contra de esa noción que minimiza, ilusoriamente, las incertidumbres. Lo anterior se produce específicamente a través de dos figuras que transfiguran abruptamente su propio reflejo, el que adquiere de un momento a otro extrañas características que hacen que éste pierda sus rasgos humanos, dando paso a lo indefinido (repitiéndose así el mismo proceso deconstructivo que se viera en “Mansión de Espuma” en torno al concepto de Ídolo, pero en este caso aplicado a la representación del “yo”). Estas figuras, que fragmentan y borran el reflejo del sujeto entreabriendo a partir de sus despojos una grieta que proporciona una visión del inconmensurable Misterio, se explicitan en el siguiente pasaje: “veo en ti tan profundo y extraño fatalismo, / que bien puede que fueras un ojo del Abismo, / o una lágrima muerta que llorara la Muerte”. Esta visión de lo Otro cuya inaudita profundidad y “fatalismo” [26] hacen que el sujeto del discurso lo compare con el abismo y la muerte (quizás de todas las palabras que ofrece el lenguaje las más apropiadas para referirse a lo que no puede tener ni presencia, ni forma, ni unidad) es particularmente significativa no sólo porque en ésta se manifiesta de manera expresa la vacilación que experimenta el sujeto al tratar de comprender y de verbalizar aquello que precisamente no puede serlo (vacilación que se subraya por la conjugación del verbo ser en un tiempo especialmente ambiguo, este es el pretérito imperfecto del modo subjuntivo), sino que también porque estas figuras “extrañas” y “oscuras” que delinean o configuran indirectamente la visión de lo que está afuera o más allá del propio ser, le confirman (pese a que éstas son sólo aproximaciones de algo que permanece inalterablemente aparte u oculto) que la única vía para acceder a lo que por definición no tiene referente consiste en abandonarse en la pura indeterminación, sacrificando por ello no sólo todo saber sino que la vida misma (por lo menos tal como era ésta hasta entonces).
Este arriesgado salto al vacío, que no asegura nada y que va en contra de cualquier lógica racional, se sustenta sin embargo en la frágil y paradójica apuesta de que en las honduras de ese centro o espacio velado (que ni siquiera puede establecerse con exactitud si existe o no al rebasar la clásica distinción presencia/ausencia), se encuentra el verdadero sentido de las cosas, es decir, aquello que puede explicar lo inexplicable y que puede aminorar el dolor que supone estar separado de la plenitud al permitir el reencuentro con ella: “De hondo como el cielo, cuán dulce es tu sentido;/ nadie deja de amarte, todo rostro afligido/ derrama su amargura dentro de tu fuente clara”. Frente a esta “promesa” de reintegración con el cosmos (promesa que sin embargo se funda en nada) el sujeto del discurso manifestará en la última parte del poema su definitiva decisión de cruzar el umbral que lo llevará al encuentro con lo incierto mediante la expresión de la máxima entrega y renuncia: la desnudez. Este estado iniciático, que se anuncia específicamente en el texto cuando el sujeto señala que su cuerpo ha perecido para que su “alma desnuda” pueda conocer su verdadero rostro, no sólo revela su irrevocable deseo de otredad, sino que está preparado para cumplir con el mandato tácito que este extraño sendero le demanda en este punto de extrema tensión: morir, es decir, abandonar su anterior vida (y con ello sus creencias, saberes y hasta su propia identidad) para nacer nuevamente, sin trabas ni distancias, en el mismo Misterio, que concibe como su auténtico origen [27]. La aniquilación del último vestigio de su “yo” (su misma alma) será la marca concluyente que determinará si este anhelado y temido paso final es llevado a cabo o no por parte de él.
La tan esperada consumación de la muerte simbólica del sujeto (y por ende de su entrada definitiva al Misterio) se efectúa, finalmente, en el poema que se titula “Anclas Opuestas”. En éste la representación de su inexorable desplazamiento al reino interior donde habita lo indecible e inabarcable se expresa mediante un discurso entrecortado y desestructurado que trastoca el tiempo y el espacio, el que no sólo acentúa la vertiginosidad de su descenso (que en este punto se asemeja a una caída libre), sino que revela también las dificultades y contradicciones que se presentan en el lenguaje al tratar de transmitir esa experiencia imposible [28]:
Ahora que el camino ha muerto,
y que nuestro automóvil reflejo lame su fantasma,
con su lengua atónita,
arrancando bruscamente la venda de sueño
de las súbitas, esdrújulas moradas,
hollando el helado camino de las ánimas,
enderezando el tiempo y las colinas, igualándolo todo,
con su paso acostado;
como si girásemos vertiginosamente en la espiral de nosotros
(mismos,
cada uno de nosotros se siente solo, estrechamente solo,
oh, amigos infinitos.
(100, 200, 300,
miles de kilómetros, tal vez.)
El motor se aísla.
La vida pasa.
La eternidad se agacha, se prepara,
recoge el abanico que del nuevo aire le regala nuestra marcha;
en tanto que enterrando su osamenta de kilómetros y kilómetros,
los cilindros de nuestro auto depáranse a la zona de nuestros
(propios muertos;
he ahí a los antiguos héroes dirigiéndonos sus sonrisas de altivos
(y próximos espejos;
mas, junto a ellos, también resiéntense,
los rostros de nuestros amigos,
los de nuestros enemigos,
y los de todos los hombres desaparecidos;
nuestro automóvil les limpia el olvido con el roce delirante
de sus hálitos.
Como esas manos de mármol que se saludan a la entrada
(de las tumbas,
nuestro automóvil seráfico ratifica el gran pacto,
que a ambos lados de la ruta, conjuradas,
atestiguan las súbitas, esdrújulas viviendas golpeándose entre sí…
(Cáceres: 19-20)
La manifiesta intención del sujeto del discurso por expresar en este poema nada menos que su muerte y posterior segundo nacimiento en lo infinitamente-otro (ambas experiencias que por definición son inalcanzables e inenarrables en vida) hace que en este texto la tensa y permanente dialéctica presencia/ausencia que hemos venido observando e interpretando a lo largo de esta obra se muestre en su máxima expresión, la que, como es de esperar, saca de quicio al discurso no sólo porque éste es despojado en todo momento de lo dicho, sino que del mismo poder de enunciarlo (situación que convierte a esta representación más que en un extático reingreso a la raíz de todo, en un salto hacia el vacío, a la pura incertidumbre –acaso el verdadero indicador de la entrada a lo que no puede tener ni concepto ni identidad). Desde el escueto, pero rotundo anuncio de que “el camino ha muerto” que encabeza el texto (señal inequívoca de que el sujeto del discurso ha traspasado el último límite que lo separaba de lo trascendente por medio de su propio deceso, el cual le permite, paradójicamente, relacionarse directamente con aquello e iniciar de este modo una nueva vida desprendida de “los atuendos más externos de su ser”, Gomes: 27) estas contradicciones se hacen presentes: la conjugación verbal con la que está estructurada esta oración (en pretérito perfecto) indica que esta acción, que este cruce a lo insondable, ya sucedió, y que por lo tanto estas palabras forman parte de un instante inmediatamente posterior, que como tal, no da cuenta del momento exacto en que ambos “espacios” se fusionaron, sino que revela los efectos que este hecho le genera al sujeto en el presente o “ahora”, los cuales pueden sintetizarse por la angustiosa sensación de estar perdiendo la identidad para convertirse en lo otro (sensación de vértigo que se explicita y desarrolla a continuación a través de la figura de un automóvil que se interna a velocidades impensables en el “helado camino de las ánimas” [29]). Este obligado paso ulterior, este desfase que hace que el momento preciso en que acontece la unión del sujeto con la absoluta alteridad o Dios sea inaccesible para el lenguaje origina, nuevamente, el enfrentamiento de dos interpretaciones antagónicas que imposibilitan la obtención de una síntesis final que pueda aunarlas, indefinición que no sólo acrecienta la ambigüedad del texto al no encontrarse en éste un sentido unívoco en el que se pueda sostener una certidumbre, sino que también el desamparo del propio sujeto del discurso, quien, pese a señalar que ha atravesado el umbral que le permitirá reencontrarse con el objeto de su deseo, se siente “estrechamente solo”. y que nuestro automóvil reflejo lame su fantasma,
con su lengua atónita,
arrancando bruscamente la venda de sueño
de las súbitas, esdrújulas moradas,
hollando el helado camino de las ánimas,
enderezando el tiempo y las colinas, igualándolo todo,
con su paso acostado;
como si girásemos vertiginosamente en la espiral de nosotros
(mismos,
cada uno de nosotros se siente solo, estrechamente solo,
oh, amigos infinitos.
(100, 200, 300,
miles de kilómetros, tal vez.)
El motor se aísla.
La vida pasa.
La eternidad se agacha, se prepara,
recoge el abanico que del nuevo aire le regala nuestra marcha;
en tanto que enterrando su osamenta de kilómetros y kilómetros,
los cilindros de nuestro auto depáranse a la zona de nuestros
(propios muertos;
he ahí a los antiguos héroes dirigiéndonos sus sonrisas de altivos
(y próximos espejos;
mas, junto a ellos, también resiéntense,
los rostros de nuestros amigos,
los de nuestros enemigos,
y los de todos los hombres desaparecidos;
nuestro automóvil les limpia el olvido con el roce delirante
de sus hálitos.
Como esas manos de mármol que se saludan a la entrada
(de las tumbas,
nuestro automóvil seráfico ratifica el gran pacto,
que a ambos lados de la ruta, conjuradas,
atestiguan las súbitas, esdrújulas viviendas golpeándose entre sí…
(Cáceres: 19-20)
De acuerdo a la primera, este retardo comprobaría lo que planteara más atrás Harold Bloom, es decir, que toda creación poética es un proceso incesante, pero fallido por verbalizar aquello que no puede tener ni presencia, ni forma, ni unidad, por restaurar la presencia de aquello que se oculta y se fractura en cada representación como resultado de su propio auto-exilio: el significado trascendente u original que en última instancia es Dios. Esta omisión (hábilmente sorteada en el texto) sería entonces un testimonio más de la diáspora y ausencia del sentido, de la incapacidad del lenguaje humano para llenar el vacío que supone su irremediable pérdida, de la permanente suspensión de la plenitud que se anuncia pero nunca acontece. Para la segunda lectura en cambio, este silencio, esta imposibilidad de dar cuenta por medio de las palabras del momento y del espacio donde se da la unición del sujeto con lo divino, no es la manifestación de un fracaso o de una catástrofe, sino que sería, contraria y paradójicamente, la manera más adecuada para expresar dicho encuentro con lo absolutamente otro, con aquello que está radicalmente antes de todo pensamiento, lenguaje o verdad. La indecibilidad de tal misterio obedecería desde esta perspectiva a una renuncia deliberada por intentar captar (y reducir) ese más allá previo e inimaginable bajo las pobres estructuras de lo conceptualizable y al consiguiente deseo de que éste emerja sin mutilaciones a través del único recurso que puede evocar su invisible visibilidad, su absoluta ausencia de límites: el espacio en blanco. Esta máxima expresión de anulación y despojo indicaría por lo tanto que el desistimiento de revelar en el texto el señalado encuentro con lo desconocido correspondería más que a una imposibilidad, a un intento por “describirlo” con mayor veracidad a través de la creación de una fisura infranqueable que no sólo conciliaría cualquier dicotomía o contradicción [30], sino que permitiría atisbar sin develar a un Dios que no se inscribe en ningún horizonte representable [31]. Aún así, la inaudita confluencia en el texto de dos puntos de vistas tan radicalmente opuestos para interpretar un mismo fenómeno hace que ni siquiera esta lectura que ofrece una nueva percepción de lo trascendente pueda ser aceptada sin dudar (incluso si ésta se genera a partir de la auto-conciencia de la indigencia de la comprensión y del lenguaje). De lo otro no sabemos nada, de aquello no tenemos conciencia alguna. Todas las tentativas que pretendan apresar y explicar su irreductible alteridad, su infinita desmesura (incluidas aquellas que bordean los límites de lo ininteligible) serán precisamente eso: intentos o aproximaciones, que como tales, siempre ignorarán o escamotearán alguno de sus elementos. La única certeza que podría extraerse de este incierto salto al vacío sería entonces que la búsqueda del sentido, del significado o Dios es una tarea que está abocada desde el comienzo a la paradoja y a la incompletitud, al incesante enfrentamiento de ideas e imágenes contrarias, a la desgarrada constatación de que en medio de ellas siempre habrá algo que se escapará a toda determinación. Ni apertura ni cerrazón: la lacerante cuestión que hiere al intelecto y a la escritura de los místicos no sería por lo tanto solamente que su meta, es decir, ese Dios sin verdad, ese Ídolo ignoto no puede ser identificado, sino que esa misma circunstancia hace que su itinerario desestabilice y favorezca las orillas, los umbrales, los momentos de tránsito, en fin, lo que no es ni lo uno ni lo otro, siendo este cruce, intersticio o no-lugar lo único verificable y/o revelable, tal como el sujeto del discurso lo expresara al final del poema cuando señalara que la ruta seguida por el automóvil (figura con la que representa su entrada definitiva al Misterio) atestigua “las súbitas, esdrújulas viviendas golpeándose entre sí”, evidenciándose que él se encuentra en un punto incierto donde lo humano y lo divino conceptualizable se une y se separa a la vez, no perteneciendo a ninguno de estos dos espacios (idea ya planteada desde el título del texto). Lo anterior confirmaría lo dicho más atrás, es decir, que el propósito de Cáceres (y él de todos sus temerarios predecesores) sería lanzarse y lanzarnos a un inquietante territorio donde se está sin estar y del que nada se sabe y puede decirse con tal de que experimentemos la extrañeza sin poder reducirla o suprimirla, radical experiencia de sustracción y desligamiento que sería paradójicamente el verdadero camino que nos reconduciría a Dios, a lo que está más allá de todo [32].
Notas
1. Esta ponencia fue presentada en el marco del Primer
Congreso Interdisciplinario en Estudios Antiguos, Medievales y
Coloniales que se realizó en la Facultad de Filosofía y Humanidades de
la Universidad Austral de Chile entre los días 14 y 16 de noviembre de
2012. Asimismo, ésta es un extracto de mi trabajo –en curso– de tesis
doctoral, el que se ha llevado a cabo con el apoyo del programa de becas
para estudios de doctorado de Conicyt (folio 21130344).
2. Un ejemplo
de esta mirada se refleja en el siguiente comentario: “Estamos ante una
poesía que presenta una mirada metafísica de la realidad. Versos
impregnados de oscuras visiones; versos cargados de soledad y
dramatismo; a los que hay que sumarle la impronta trágica de su
existencia real, con lo que Omar Cáceres ha pasado a ser parte del
linaje de los poetas secretos, es decir, es uno más de la cofradía de
los videntes” (Ahumada: 3).
3. Véase por ejemplo La visión abierta. Del
mito del Grial al surrealismo de Victoria Cirlot y Cábala y poesía.
Ejemplos hispánicos de Elisa Martín Ortega.
4. Dos notables estudios
que demuestran, analizan e interpretan la ligazón que existe entre el
pensamiento de Pseudo Dionisio y el de estos autores son Figuras de lo
imposible: Trayectos desde la mística, la estética y el pensamiento
contemporáneo de Zenia Yébenes Escardó y Flight of the Gods:
Philosophical Perspectives on Negative Theology de Ilse N. Bulhof y
Laurens ten Kate (eds.), por ejemplo.
5. Esto se demuestra
en los consejos que éste le brinda a Timoteo en la Teología mística:
“Renuncia a los sentidos, a las operaciones intelectuales, a todo lo
sensible y a lo inteligible. Despójate de todas las cosas que son y aun
de las que no son. Deja de lado tu entender y esfuérzate por subir lo
más alto que puedas hasta unirte con aquel que está más allá de todo ser
y de todo saber. Porque por el libre, absoluto y puro alejamiento de ti
mismo, arrojándolo todo y del todo, serás elevado espiritualmente hasta
el divino rayo de tinieblas de la divina Supraesencia” (Pseudo Dionisio
Areopagita: 371; las cursivas son mías).
6. El replanteamiento de la
construcción del “yo” poético mediante el descenso a las profundidades
donde se encuentra lo “verdadero” o lo “trascendente” no es ni
lejanamente una empresa novedosa, sino que ancestral (dentro de la
tradición literaria occidental los ejemplos abundan: la Noche oscura de
San Juan de la Cruz, los Himnos a la noche de Novalis o los trabajos de
William Blake, reflejan el mismo patrón “descendente” aunque surgieron
en distintos contextos de producción; en el caso de la tradición
literaria nacional, las Residencias en la tierra de Pablo Neruda,
Vigilia por dentro de Humberto Díaz-Casanueva y Orfeo de Rosamel del
Valle también se mueven en coordenadas similares, a pesar a sus
matices). Esta concepción del descenso como un camino hacia lo absoluto
(concepción que puede rastrearse desde los gnósticos para quienes subir o
descender equivale a lo mismo) ha sido interpretada desde variadas
perspectivas. Por ejemplo, Aldous Huxley en La filosofía perenne señala
que la búsqueda del “Yo Interno” en las honduras del alma (“Yo” que se
diferencia del yo del raciocinio, de la voluntad y del sentimiento)
obedece, en el fondo, a la búsqueda de la Base inmanente y trascendente
de todo ser o Dios que subyace tras todas las cosas, Base o Dios que
pese a estar presente en todo, “sólo es presente a ti en la parte más
honda y más central de tu alma” (William Law citado por Huxley: 10).
Gilbert Durand por su parte dice en Las estructuras antropológicas del
imaginario que el descenso es uno de los símbolos fundamentales de lo
que él denomina como Régimen Nocturno de la imagen, y dentro de él, de
los “símbolos de la inversión” (entre los que se cuentan también la
noche, el vientre, etc.). Éstos últimos realizan, mediante un proceso de
eufemización y de doble negación que detallaremos a continuación, una
transmutación directa de los valores del imaginario al invertir la
visión tradicional del universo y por lo tanto del lugar donde se halla
lo sagrado (es decir, aquello que puede exorcizar los terrores que
produce la muerte): éste ya no se encuentra en el “cielo” o en las
alturas como en el Régimen Diurno de la Imagen, sino que en las
antípodas del sol, en un centro íntimo y frágil ubicado en lo profundo,
centro que es lentamente penetrado para “remontar el tiempo y encontrar
las quietudes prenatales” (Durand: 211).
7. Rudolf Otto explica que lo
“santo” (término que en su obra es equivalente a lo sagrado) contiene un
excedente de significación que se sustrae a la razón y que es inefable,
lo que requiere de una categoría explicativa y valorativa especial: la
categoría de lo numinoso (neologismo a partir de la palabra latina
“numen” que significa “presencia” y que Otto reutiliza para describir al
ser sagrado supremo a quien todas las religiones intentan conocer).
Según él la experiencia de lo numinoso, vinculada a lo más hondo e
íntimo de toda conmoción religiosa intensa, es básicamente una
experiencia no-racional o el presentimiento cuyo centro principal e
inmediato está fuera de la identidad. Esta concepción de Dios como lo
otro inexplicable para la razón, pero perceptible por los sentimientos y
por la intuición hace que la experiencia de lo numinoso sea una
experiencia de “misterio tremendo”, misterio que es a la vez terrorífico
y fascinante: “De este sentimiento y de sus primeras explosiones en el
ánimo del hombre primitivo ha salido toda la evolución histórica de la
religión” (Otto: 25).
8. La significación simbólica del diluvio (que se
presenta reiteradamente a lo largo de este texto por medio de una
lluvia implacable) mantiene en Defensa del ídolo el mismo carácter
ambiguo o no definitivo que tradicionalmente se le otorga. Si bien es un
símbolo de regeneración y de purificación que augura una nueva
conciencia, una nueva era (“Un diluvio no destruye sino porque las
formas están usadas y agotadas, pero lo sucede siempre una nueva
humanidad y una nueva historia (…) El diluvio purifica y regenera como
el bautismo, es un inmenso bautismo colectivo, decidido, no por una
conciencia humana, sino que por una conciencia superior y soberana”,
Chevalier: 419), es también un símbolo de destrucción y castigo que
remarca la fragilidad y precariedad de la condición humana cuyo
desamparo se acentúa aún más al ser éste una manifestación de los
inescrutables designios de Dios, supuesto fundamento de la vida. La
indeterminación que Cáceres muestra entre estas dos concepciones
opuestas (en la que el diluvio es advenimiento y exterminio a la vez) es
otra muestra de que su decir se ubica en un intersticio o no-lugar que
intenta rebasar los binarismos en los que se asienta la cultura
occidental con tal de dar cabida a lo inimaginable, a lo que está más
allá de la razón (paradójica raíz de todo).
9. Las
coincidencias (mas no igualdad) entre este procedimiento consistente en
negar lo negativo para instalarse en una quietud cósmica de valores
invertidos, de terrores exorcizados y la hipernegación dionisiana son
sorprendentes, en especial si se considera que Durand en ningún momento
cita la obra del Areopagita para elaborar su arquetipología general.
10. El
“ídolo”, al ser una imagen específica y delimitada de lo divino, es un
fin en sí mismo; si bien su esplendor fascina y cautiva la mirada
precisamente porque en él no se encuentra nada que no se deba exponer a
la mirada, hace que su contemplación se detenga y agote en él,
impidiendo que la mirada “penetre ya las cosas ni las vea en su
transparencia” (Marion, Dios sin el ser: 29). En ese sentido, que este
“ídolo” sea “ignoto”, o sea desconocido y por tanto invisible,
contradice y desbarata tal concepción, relativizándola. Así, esta figura
operaría igual que un oxímoron.
11. “Toda la tensión entre la teología
catafática y apofática recorre la teología simbólica, como enfatiza
continuamente Dionisio, porque en el símbolo sensible, en su necesidad e
imposibilidad, no sólo se expone la dialéctica de la doctrina de Dios,
puesto que Dios es y debe ser todo en todo y nada en ninguna cosa, sino
también la doctrina del hombre (…) Es su grandeza y su tragedia estar
inmerso en la estética del mundo de las imágenes y, al mismo tiempo,
tener irresistiblemente que disolver toda imagen a la luz de lo
inimaginable y tener que abrazar ambas sin poder llegar a una síntesis
final” (Von Balthasar citado por Yébenes: 55).
12. Crítica compartida
por Derrida: “El concepto supone una anticipación, un horizonte en el
que la alteridad se amortigua al enunciarse, y dejarse prever: lo
infinitamente-otro no se enlaza en un concepto, no se piensa a partir de
un horizonte, que siempre es horizonte de lo mismo, la unidad elemental
en la que surgimientos y sorpresas vienen a ser acogidos siempre por
una comprensión, son reconocidos” (129).
13. “La vida se protege a sí
misma mediante la repetición, la huella, la diferencia (…) es necesario
pensar la vida como huella” (Derrida: 280). Pensar en consecuencia la
escritura como huella, como ceniza, es “pensar la vida como escritura de
la muerte y preceder y deshacer la determinación que constituye el
presupuesto de fondo de la metafísica occidental: el ser como presencia.
La presencia está siempre afectada por la ausencia, la vida es texto,
es decir, postergación y no inmediatez. Es huellas, no presencia plena”
(Yébenes: 20).
14. “Desierto y vacío (…) Pobreza absoluta del
Creador. No obstante de esta pobreza emerge todo (…) Todas las cosas
nacen de esta Nada desierta. Todas ellas quieren regresar a ella y no
pueden. Porque ¿quién puede volver a «ninguna parte»? No obstante, en
cada uno de nosotros hay un lugar que es un no lugar en medio del
movimiento, una nada en el centro del Ser (…) Si buscas este lugar, no
lo encuentras. Si cesas de buscarlo, está ahí (…) Si te contentas en
perderte te encontrarás sin saberlo, precisamente porque te has
extraviado, porque estás, finalmente, en ninguna parte” (citado por de
Pascual: 34).
15. La erótica del Cuerpo-Dios que se presenta
recurrentemente en los textos de los místicos no es simple coincidencia:
tanto la mística como la erótica se “refieren a la «nostalgia» que
responde a la desaparición progresiva de Dios como único objeto de amor.
También son los efectos de una separación” (de Certeau: 14).
16.
"La gran lección que la Cábala puede enseñarle a la interpretación
contemporánea consiste en que el significado de los textos del retardo
es siempre un significado errante, tal como los judíos del retardo
fueron un pueblo errante. Va errante el significado, como la humana
tribulación o el error, de texto en texto, y, dentro de un texto, de
figura en figura” (Bloom: 82).
17. El alcohol simboliza “la
energía vital, que procede de la unión de los dos elementos de signo
contrario, el agua y el fuego” (Chevalier: 72).
18. Dios no
sería en ese sentido “Vida y Eternidad (pues que la ortodoxia cristiana
parece escamotear la muerte al verla espacialmente como un Más Allá),
sino Muerte: acción de dar muerte, cortando abruptamente el tiempo y los
tiempos: línea retenida en segmento, en sección. Sin posibilidad
ulterior de extensión y expansión: cortocircuito del tiempo” (Duque:
175).
19. Enfrentamiento que también se observa en el título
del poema cuya imagen puede interpretarse de dos maneras completamente
opuestas al mismo tiempo. En una lectura “positiva”, ésta sería una
figura esperanzadora y tranquilizadora debido a que la “mansión” (una
hiperbolización del concepto de “casa”) es un símbolo que ha sido
entendido tradicionalmente como un espacio de protección ante las
amenazas del mundo (la “casa” es, tanto para Bachelard como para Durand,
una de las imágenes más importantes de lo que ellos han llamado
“espacios del cobijo” y “símbolos de la intimidad”, respectivamente). La
relación que esta “mansión” establece con el elemento líquido que
representa la “espuma” hace que esta figura sea además isomorfa con el
símbolo del “barco” que para Durand es una “morada sobre el agua”
(Durand: 257), por lo que este espacio cerrado e íntimo se transformaría
también en un medio que le permitiría al sujeto del discurso navegar a
través de las aguas provocadas por el diluvio antes señalado,
sobreviviéndolo. Sin embargo, esta figura puede ser igualmente
interpretada desde un punto de vista catastrófico, en especial si se
toma en su sentido literal. En efecto, que una “mansión” (un espacio de
resguardo, como hemos visto) sea de “espuma”, es decir, de un conjunto
de burbujas que se forman y se desvanecen rápidamente en la superficie
de un líquido, no sólo pone en duda su capacidad para resistir los
embates del exterior, sino que contradice su misma condición de refugio
(el cual sólo sería aparente). Así, en este título la seguridad y la
incertidumbre cohabitan simultáneamente en una tensa dialéctica que
imposibilita llegar a una síntesis final y que invita a pensar en el
hiato que se produce entre ellas, espacio en blanco donde reside el
verdadero sentido.
20. Este carácter inconcluso de la obra
de Cáceres, que “obliga” a los receptores a que asuman un papel activo
en su lectura, comprueba la idea de Umberto Eco acerca de que las obras
más representativas de la Época Contemporánea son “abiertas” o por
acabar.
21. “La mística oscila entre la pasión del éxtasis y el
horror del vacío. No se puede conocer la primera sin haber conocido el
segundo. Ambos suponen una ardua voluntad de «tabla rasa», un esfuerzo
hacia una vaciedad psíquica... El alma, una vez madura para una vacuidad
duradera y fecunda, se eleva hasta la desaparición total. La conciencia
se dilata más allá de los límites cósmicos. La condición indispensable
del estado de éxtasis y de la existencia del vacío es una conciencia
privada de todas las imágenes. No se ve ya nada fuera de la nada, y esa
nada es todo. El éxtasis es una presencia total sin objeto, un vacío
lleno. Un estremecimiento atraviesa la nada, una invasión de ser en la
ausencia absoluta. El vacío es la condición del éxtasis, como el éxtasis
es la condición del vacío” (Cioran: 15; las cursivas son suyas).
22.
El espejo refleja simbólicamente “la verdad, la sinceridad, el
contenido del corazón y de la conciencia”, Chevalier: 474, entre otras
ricas significaciones –a veces contradictorias– en las que ahondaremos a
continuación.
23. Para Durand el espejo, como símbolo de la
inversión, duplica la imagen del universo de manera invertida, por lo
que éste estaría íntimamente ligado a las imágenes del descenso y la
profundidad donde lo trascendente se concibe como un abismo. Para
ejemplificar lo anterior cita el siguiente fragmento de Víctor Hugo:
“cosa inaudita, es adentro de uno donde hay que mirar el afuera. El
profundo espejo sombrío está en el fondo del hombre. Allí está el
claroscuro terrible (…) Al inclinarnos sobre ese pozo (…) percibimos a
una distancia abismal, en un círculo estrecho, el mundo inmenso”
(Durand: 217).
24. La analogía agua-espejo también es tratada
por Chevalier. Éste señala al respecto que “el espejo, lo mismo que la
superficie de las aguas, se utiliza en adivinación para interrogar a los
espíritus. Su respuesta a las preguntas realizadas se inscriben en él
por reflexión” (Chevalier: 476).
25. Cabe señalar que el espejo
en ciertas tradiciones (como la hindú, por ejemplo), contrariamente a
lo que se ha señalado hasta el momento, no refleja la verdad sino que lo
ilusorio, es decir, la sucesión de las formas, la duración limitada y
siempre cambiante de los seres (“la luz se refleja en el agua, pero de
hecho no la penetra; así hace Shiva”, Chevalier: 475). La proyección que
éste haría de la luz o de la realidad entrañaría, por tanto, un cierto
aspecto de ilusión, de mentira con respecto al Principio. El hecho de
que Cáceres juegue simultáneamente con estas dos significaciones
contrapuestas (de acuerdo a las cuales el espejo sería a la vez un
instrumento de revelación y ocultamiento) demuestra, una vez más, que la
totalidad del discurso de Defensa del ídolo se estructura sobre la base
de paradojas y contradicciones en un intento por vislumbrar lo que se
encuentra entre ellas: el irreductible e indecible murmullo del afuera.
26. Aspecto decreciente o menguante que puede relacionarse con
lo que se “ensombrece”, con lo que se presenta fugazmente para luego
desaparecer (dejando sólo sus huellas).
27. “En la óptica tradicional,
la desnudez del cuerpo es una suerte de retorno al estado primordial, a
la perspectiva central: esto ocurre a los sacerdotes del Shintō que
purifican su cuerpo desnudo al aire puro y glacial del invierno; a los
ascetas hindúes vestidos de espacio; a los sacerdotes hebreos que
penetran desnudos en el Santo de los Santos, para significar su despojo
ante la proximidad de los misterios divinos; es la abolición de la
separación entre el hombre y el mundo que lo rodea, en función del cual
las energías naturales pasan de uno a otro sin pantallas” (Chevalier:
412). Los gnósticos por su parte ven a la desnudez como un símbolo del
ideal a alcanzar. Se trata en este caso de una desnudez del alma que
rechaza el cuerpo, su vestidura y su prisión, para hallar de nuevo su
estado primitivo y ascender a sus orígenes divinos (véase el Evangelio
según Tomás, sentencias 21-27).
28. La experiencia de la
muerte es irrealizable e irrepresentable debido a que ésta es “una
experiencia de la no experiencia, en tanto que se trata de una
conciencia extrema, la conciencia de que no se puede salir de la
conciencia, de que la conciencia es sin salida. La experiencia es desde
aquí lo imposible, la presencia nunca presente sino siempre desaparecida
y convertida en ausencia, para el conocimiento que querría captarla”
(Yébenes: 42; las cursivas son suyas).
29. La elección de
este moderno medio de transporte no debe interpretarse sin embargo
simplemente como un resabio de la fascinación de los futuristas por las
nuevas máquinas creadas por el hombre (embelesamiento que el sujeto del
discurso innegablemente comparte hasta cierto punto, particularmente por
la velocidad que este vehículo alcanza), ya que detrás de él se esconde
un profundo simbolismo que se enlaza con arcanas representaciones. Como
lo señala Durand, en “la conciencia contemporánea modernizada por el
progreso técnico, a menudo la barca es remplazada por el automóvil, o
incluso el avión (…) El automóvil es un equivalente, en cuanto refugio y
abrigo, de la navecilla romántica” (Durand: 259). El automóvil sería,
de esta manera, un símbolo de la intimidad que no sólo garantizaría la
seguridad en un viaje peligroso, sino que representaría también la
“evolución en marcha” (otro aspecto destacado por Chevalier: 153).
30. “La blancura, más allá de todo color, diluye el dilema
entre lo visible y lo invisible” (Cirlot, “La visibilidad de lo
invisible: teofanía e interioridad”: sin paginar).
31. Lo otro “viene
de otra parte y siempre está en parte distinta de esa donde estamos,
pues no pertenece a nuestro horizonte ni se inscribe en ningún horizonte
representable, de modo que lo invisible sería su «jugar», a condición
de entender con esto: todo lo que se desvía de lo visible y lo
invisible” (Blanchot, El diálogo inconcluso: 185).
32. Experiencia del
des-ligarse que reactualizaría lo ya señalado por el Pseudo Dionisio:
“(…) Y luego se desliga él de todo lo que puede ocurrir y lo que ve
-hundiéndose en la verdadera oscuridad mística del no-conocer, en la que
se cierra el ojo interno a toda aprehensión cognoscente, entrando en lo
completamente inaprehensible, completamente invisible, perteneciendo al
que está más allá de todo, sin pertenecer a nadie más, ni a sí mismo,
ni a otro, unido a lo más alto de él, a lo totalmente incognoscible (en
la más elevada forma)- a través de la suspensión de todo conocimiento,
conociendo sobre-espiritualmente y guiándose por lo que no conoce”
(citado por Holzapfel: 86).
Bibliografía
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