[“No me sienta cómodo el presente, menos el pasado”. Entrevista a Juan Manuel Mancilla]. Por Ismael Rivera

A partir de cuatro preguntas, cuatro ejes, Juan Manuel Mancilla habla de su escritura y de su último libro de poesía Arca (Oxímoron, 2017) parte de la trilogía Grabados. La presente entrevista fue realizada por Ismael Rivera L.

“No me sienta cómodo el presente, menos el pasado”

Acabas de publicar Arca, libro que es parte de una trilogía, junto a Baúl (2015) y Testamento, que sale este año también. ¿Cómo construyes esta trilogía? ¿En el marco de qué proyecto la enmarcas?

Podría decir que Arca es una obra poética que aborda un diario de navegación alterado, transcrito por un tripulante de la nada que navega a la deriva, entre espejismos, entre mares y océanos chilenos bajo el diluvio cívico post golpe militar. Pretende trazar un viaje anacrónico escudriñando la ciudad-país, la polis-paisaje. Desentrama las asociaciones pretéritas del hablante-náufrago, a través de una escritura paródicamente bíblica y fragmentaria, en donde las palabras son las brújulas dislocadas de su memoria. Efectivamente, Arca, forma parte del tríptico Grabados, que se suma a Baúl (2015) y Testamento (2017), a cargo de Ignacio Herrera, de Bordelibre Ediciones en La Serena.
Respecto del proyecto Grabados, comencé su ideación a mediados del 2005, a partir de unos viajes y desplazamientos interregionales que hice por cuestiones de trabajo: pedagogía a distancia. Un trabajo que me llevaba a estar moviéndome en la ruta La Serena-Coquimbo-Illapel-Tongoy-La Serena prácticamente toda la semana. Estuve, durante mucho tiempo, yendo de día y volviendo de madrugada, al menos cuatro años, en ese movimiento por el territorio chileno del norte chico. Por lo tanto, tuve la oportunidad de observar la geografía costera y montañesa como ilusoriamente, casi con los ojos del delirio, tanto del paisaje humano como de la accidentada geografía natural. Vi esto como chispazos de un fuego fatuo desde el cual se desprendían esquirlas incongruentes con la historia, con los hechos registrados, con los informes oficiales, con los libros o la estadística. Por entonces, llevaba cinco o más años sin escribir poesía. Había optado por el silencio, pero no dejé de tomar notas y apuntes de lo que comenzó a inquietarme. Así, a finales del 2009, en la antesala de un viaje largo, apareció la idea de hacer una trilogía –o lo que fuera– sobre el país, la memoria, los des/hechos, el dolor, etc. Y fue apareciendo esta indagación, “poetológica” y problemática, que intenta conflictuar la visión del país. Luego, me enfoqué en los últimos 40 años y se conformó la trilogía Grabados­, que este año ya estará publicada y que incluye los textos Arca, Baúl y Testamento. Se llama “grabados”, palabra que en la acepción simple dada por Wikipedia significa trazar en una materia, marcas, letras o signos con una pieza incisiva… cavar. También la concibo en esta otra definición: el grabado como una disciplina en la que se utilizan diferentes técnicas de impresión, que tienen en común el dibujar una imagen sobre una superficie rígida o matriz, dejando una huella que después alojará tinta y será transferida por presión a otra superficie como papel o tela, lo que permite obtener varias reproducciones de las estampas. Todas estas ideas rondan y asedian este trabajo.

Arca sorprende por su lenguaje a primera vista críptico, pero que, al ir entrando en él, nos muestra este país postapocalíptico, profundamente latinoamericano, como ruina de una posmodernidad despiadada. Un “neón-liberalismo”. ¿Cómo te relacionas con la materia prima de la poesía que es el lenguaje? ¿Cómo concibes el oficio poético?

Específicamente, en Arca encontramos una poética que tiende hacia una exploración del barroco postrero ya que es proclive al exceso, a las imágenes de la muerte y el juicio final… a la saturación como signos correlativos del presente. También en otra línea, como un devaneo experimental, para perpetrar cierta provocación al lector y a la lectura, para sacudir, para despercudir los mismos códigos entramados, por ejemplo, los bíblicos o los literarios. En cuanto a las ideas que exploro, está la indagación política y la memoria debatida, pero ya no desde una lamentación, que no pongo en duda jamás su necesidad, sino desde una posible posición que irrumpa en el orden temporal. Una intervención anacrónica que logre re-unir el pasado con el presente, no para hacer coincidir sus puntas sino, por el contrario, para hacer fricción, como un choque de placas geológicas que al relampaguear provocan una encandilamiento o la sensación de estar frente al delirio, incluso a la locura que nos acecha.
Ante todo, la creación de imágenes pretéritas que se instalen de manera brusca en el presente tan acomodado, que lo desajusten y la vez nos interrogue. En relación a la pregunta sobre el lenguaje, pienso que este debe levantar el dedo, debe hacer un gesto provocativo. He leído textos que llaman a la insubordinación desde un uso del lenguaje enteramente sometido, desde una doblegada partida que se agota antes de comenzar la fuga. Es por eso que en la trilogía he querido problematizar esto. Por ejemplo, hay poemas de Baúl en que la lectura ideal prescinde de las coordenadas tradicionales que orientan la mirada, que la direccionan, en este sentido, opto y apelo a que se pueda leer como quiera, en múltiples direcciones, fragmentadamente, una sola palabra, dos, de atrás para arriba o a la inversa, como quiera. La buena idea de quebrarle el cuello al cisne ya no es suficiente, sino que ahora hay que quebrantar al orden mismo, a la gramática, al pensamiento fijo, a la tradición que son las versiones económicas y civiles del poder, etc.

Hay referentes muy claros en tu obra. Alexis Figueroa, Tomás Harris, Diego Maquieira, por nombrar algunos. ¿Homenaje, diálogo o enfrentamiento?

Diría que las tres posibilidades están concretadas en la trilogía. Porque precisamente en la obra de los escritores citados, eso es lo que capto y me captura a la vez, quizás no en todas. De hecho, no he leído todo lo de Harris, por ejemplo, no obstante, está eso. Hoy por hoy, principalmente, me siento atraído por el arte anacrónico, es decir, por todas aquellas obras, objetos, textos, archivos, etc., que logren provocar la insubordinación ante el tiempo, este último, en tanto categoría absoluta. Las corrientes filosóficas y especulativas de Walter Benjamin, Gilles Deleuze y, actualmente. los importantes trabajos del historiador del arte Didi-Huberman me llevan a entender y sentir el tiempo como un material rebelde y no fijo, como un flujo en constante dispersión que socava la visión unidireccional y definitiva de la “Historia”, contraria a muchos discursos del poder que han insistido instalar (con éxito) en la cultura. En este sentido, considero que la obra de arte antes que establecer y dictar belleza debe llamar al desorden, a la insubordinación, que desde el plano simbólico genere alteraciones a nivel de realidades múltiples, entre ellas, la cultura, para que los sujetos a ellas, logremos desprendernos de todo orden y sumisión.
Mis referentes están diseminados en el tiempo y logro rastrear y encontrar estos relampagueos, por ejemplo, en la obra de Heráclito en la antigüedad, en la pintura de El Bosco, en la música y las imágenes modernas. Pero en cuanto a la literatura, el barroco español, el poema de las Soledades de Góngora, por cierto, me dio un golpe de conmoción temprana, así también Rimbaud, entre otros “oscuros” que me iluminan cuando me pierdo entre tanto sofoco led publicitario.
Bueno, en algún sentido, los libros y los autores mencionados llegaron casi de forma invocativa. Eran nombres que sonaban entre las aulas, escritores y poetas imprescindibles para entrar en la hebra larga de la poesía chilena. Por lo tanto, formalmente estuvieron en las lecturas de los programas universitarios de la época, tanto de pre como de postgrado, que mis profesores en La Serena (Hoefler, Vergara) citaron y recomendaban.
En el decante, en la poesía de los 80, fui encontrando ciertos procedimientos y temas que hasta hoy, personalmente, se tornan imposibles de desviar: me refiero al dolor, a la pérdida, al exceso… Me llamó fuertemente la atención en cuanto a la forma de concretar lo poético. Obviamente, el contexto inmediato empujó a la mente creativa hacia un non plus ultra. Y creo no exagerar mi sensación cuando digo que ha sido uno de los períodos más fundamentales de la creación poética chilena, con obras que posiblemente nunca más lleguemos a encontrar. Además del primer Zurita, es por esos años que tenemos por ejemplo la poesía de Tomás, El diario de navegación de 1986 y en ese mismo año las Vírgenes del sol… y Los sea harrier de Diego Maquieira por citar un año que podría ser clave para indagar el hoy, tanto en el plano cultural como artístico.
Por otra parte, son autores y obras en las cuales vi siempre una indagación problemática, una crítica, un levantamiento. Una especie de confrontación creativa, desconozco si acaso relativa al placer o no, pero, en definitiva, las sentí como obras en las cuales la cosa romántica, la cuestión amorosa, lo baladí, el asunto panfletario, fueron desterrados o transformados por y gracias al poema o, al menos, la poesía no fue más el lugar paradisíaco de los “tontos graves”, pero tampoco el lugar para dejarse caer con un chistecito, la broma o echar la cosa a la pura y santa chacota chilena.
No podemos olvidar que fue en esa década, en el año 1987, que se organizó el Congreso Escribir en los bordes, que marca una punta imprescindible en cuanto a la escritura como un hecho de ruptura. Así, entonces, la escritura de la década del ochenta es ante todo disputa, desafío a las reglas, insubordinación a las normas, cuestionamiento, etc., la poética que reclama al paisaje, que interroga a la geografía, que reniega, que se para frente al patriarcado, que se revela frente al uniforme y a la sociedad uniformada, etc., que navega contra la corriente, tanto del decir como del hacer. Una poesía y una época dadas a la experimentación, liberada, madura, chorreante, vertiginosa, delirante a ratos, muy lejos de la racionalizada, tecnificada y “photoshopeada” poesía que hoy vemos, “pragmativizada” y diferente de la audacia ochentera. Ante eso me intereso y pretendo su extensión.

¿Cómo sitúas tu libro en el panorama de la poesía chilena reciente?

Honestamente, no sé dónde podría calzar el libro en la panorámica de la poesía chilena reciente. Creo que esto se debe a algunos motivos contextuales: una alta producción de obras y referentes también dispersos. Desearía una especie de cartografía de la poesía chilena, así como la que ha hecho Macarena Areco con la novela recientemente. Porque hay una pluralidad en el territorio lírico que de pronto es conveniente ubicar en el mapa. Por ejemplo, líneas del pasado próximo que todavía se proyectan. Muchos de los autores de los ochenta continúan publicando y la pregunta es cómo dialogan estas voces con las más recientes.
En relación al libro Arca, sí siento con más seguridad dónde no la ubicaría, por ejemplo, en la producción de los noventa no aplica ni generacional ni estéticamente. Desearía ubicar el Arca (así también Baúl y Testamento) en un panorama lejano, en un horizonte que se desdibuje, que ojalá, no sé, la obra se resista a alinear, pero que a la vez dialogue y polemice con otros flujos discursivos. Un libro rizoma, no árbol.
Citaba las Soledades de Góngora porque hay ahí y en otros textos, una idea que me parece esclarecedora del mundo de hoy. En las Soledades hay un náufrago que llega a las orillas guiado por lo fogonazos de una pequeña hoguera. Muy a la idea de Álvar Núñez Cabeza de Vaca también. Esa idea, esa imagen, creo que es muy representativa del sujeto del mundo moderno. La idea de naufragar, de perderse, de dejar la ruta, de no llegar al destino deseado. Es más, las palabras en uso fundamentan este fenómeno. Decimos estar “navegando” en la “red”, entre el “mar” de información. Hoy me comandan desde un GPS, que “guía” mi ruta y el cual no es más que una brújula que, claro está, se ha transformado en un instrumento más bien de control que de libertad de desplazamiento. Pienso en los náufragos del mediterráneo reciente, pero también hay miles de náufragos por tierra, por desiertos que no son para nada lejanos ni de oriente. Más bien son muy cercanos, aquí en “nuestro” pequeño y gran norte. Personas que erran, espíritus que deambulan por las calles, con sus pequeñas y trágicas historias… Quiero creer que el Arca ha abierto las compuertas para todos aquellos.
Y en este sentido, la ubicaría sin ánimo de vana pretensión, en esas poéticas pretéritas, la del Barco ebrio, la del Cementerio marino pero en aguas nacionales, como así fue en las calles de Las vírgenes o en los cielos del espacio nacional donde vuelan los Sea Harrier, solo que hoy con la/drones fluorescentes entre tecnologías, maquinaria cibernética e imágenes mediáticas.
Sin soberbia, en absoluto, creo no saber dónde estoy parado con mis libros (en la historiografía de la literatura chilena) y eso me gusta, eso es, hoy por hoy, lo que me importa. En ese sentido, creo que soy anacrónico y mis textos también. No me sienta cómodo el presente, menos el pasado. Y me pregunto si alguien acaso hoy está cómodo con su y con el presente. Sospecharía de quien diera un afirmativo ante la pregunta.

Juan Manuel Mancilla (Santiago, 1980) Escritor y músico. Publicó El Arca (Oxímoron, 2016), Baúl (Bordelibre, 2015) y Testamento (Bordelibre, 2017), libros que conforman el proyecto unitario denominado Grabados. En 2013 lanzó su disco Latitud Altitud.

Ismael Rivera L. (Santiago, 1986). Poeta, editor y músico. El 2010 publicó su primer libro, Rincones. En 2013 fundó Ediciones Oxímoron, donde publicó Desbautízame (2015). El mismo año fundó, junto a otros músicos, la Asociación Musical Remolino, siendo el encargado de su brazo Remolino Ediciones.

Comentarios